Cuentos Para El Transporte Público

El ciego

     Le pasó lo peor que le podía pasar en la vida. Había reprobado el último examen de quinto año y entonces no había terminado la secundaria.
     En unos días todos sus compañeros iban a estar anotándose en la facultad, y en unos meses conociendo gente nueva, adaptándose a la universidad, algunos, incluso, estudiando lo que les gustaba. En cambio él iba a estar repasando para ese persistente examen de química y no haciendo nada todo el resto del año. No lo entusiasmaba no hacer nada, lo aburría. Encima su papá le había insinuado que si no estudiaba iba a tener que trabajar de lo que sea. Lo peor.
    Hacía frío y estas ideas le aturdían la mente mientras caminaba hasta la parada del 518 por la vereda oscura. Le había pasado lo peor. No podía pensar en otra cosa.
     Al poco tiempo de esperar en la parada vio que se acercaba lentamente un ciego. Un hombre de unos sesenta, con los correspondientes anteojos negros y bastón blanco. Llevaba un abrigo marrón y un pantalón marrón, ambos gastados y avejentados. El ciego se paró cerca de él, levantó el mentón y dijo en voz alta.
- ¿Alguien espera el 518?
- Yo - contestó tímidamente y agregó- ¿Le aviso?
     El ciego asintió y se acercó unos pasos hacia donde había oído la voz. Le habló con una inesperada confiaza.
- Vengo de la iglesia esta, que está a mitad de cuadra...
     No había ninguna iglesia a mitad de cuadra. Pobre viejo, pensó, lo engañaron.
- Estuve con el padre Ernesto - continuó con calma - y me tomé ¡tres hostias!
     Una risita aclaró los tantos. No había ninguna iglesia a mitad de cuadra, había un bar, un bar de viejos. El ciego le había hecho un chiste.
     A una cuadra de distancia vio al 518 que se acercaba bamboleante.
- Ahí viene.
- Ya lo vi, no soy ciego.
     Otra risita.
     El colectivo frenó con una exhalación mecánica y los dos subieron. Él se abrió paso hasta la mitad y desde ahí pudo ver como el ciego se instalaba en el primer asiento y hacía del chofer el blanco de sus chistes incómodos.
     Se quedó mirándolo. Pensó cómo ese hombre, que tenía una dificultad enorme, se habría paso en la vida con entereza y sentido del humor. Se imaginó qué habría pasado si él hubiera llegado más tarde a la parada del 518. El ciego habría dicho "¿Alguien espera el 518?" y nadie le habría respondido. Y al rato, al escuchar unos pasos, "¿Alguien espera el 518?" y nadie. Se lo imaginó comprando ropa marrón, o comida, confiando en los vendedores para intercambiar billetes de distinta denominación que para él eran todos iguales. Se lo imaginó solo, pensó que viviría solo, en una casa con mugre en los rincones, objetos perdidos para siempre a simple vista y sin lamparitas.
     Imaginó que no siempre tendría esa actitud irónica, casi soberbia. Se lo imaginó sólo en esa casa oscura, llorando.
     No. Reprobar ese examen no era, para nada, lo peor que podía pasarle en la vida.

 




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