Había en ese mañana algo poco común, una diferencia que le perturbaba.
Cada día se había mantenido sin más variables que los números en las fechas durante los últimos cinco años, y sin embargo, algo en su entorno había cambiado, o por lo menos comenzado a hacerlo.
Tomó una chaqueta con rutinario desdén y la dejó caer como un objeto pesado sobre los hombros de su camisa blanca, giró la manilla de la puerta y sin ponerle llave, salió.
Puede que el culpable de todo haya sido ese sueño, ese que sin previo aviso arruinó la negrura de sus párpados la noche anterior. No era mucho la verdad, solo una corta visión de unos faroles hundidos hasta casi desaparecer en la niebla, esa niebla irreal que crean los sueños como ambiente propicio para una pesadilla, y aún así, al despertar le dejó en el cuerpo una irónica sensación de alegría entremezclada con temor.
La calle estaba llena, igual que siempre y todo estaba en completo silencio, igual que siempre, pero como nunca le había tocado ver en todos esos años, la niebla difuminaba la monotonía de las demás siluetas. Esa mañana por primera vez fue incapaz de ver a las otras personas, la niebla ¡La niebla! se los estaba llevando a todos, menos a él.
El viento, el frío y la niebla lo consumían.
Poco a poco su paso se fue acelerando, quería llegar rápido, tenía que hacerlo ¿Qué iba a pasar si no lo hacía? No lo recordaba, pero no podía arriesgarse a saberlo.
Las nubes ya no solo lo envolvían, ahora lo perseguían, lo ahogaban, con suavidad y lentitud lo mataban, seguramente habían hecho lo mismo con los demás, por eso estaba solo, por eso en el espacio en blanco ya no resaltaba el gris oscuro de sombra alguna.
“Ya viene” pensó.
Cada vez le era más difícil avanzar, pero tenía que llegar, si no lo hacía tendría que volver a empezar.
Corría desesperado, como quien intenta salvar su integridad, como quien está apunto de perder su alma ante la presión casi claustrofóbica ejercida por los espacios, por esos edificios y personas ya muertos, ya inexistentes, consumidos por la presión, por la niebla.
“Ya viene” pensó, y fue lo último, había llegado, otra vez le habían alcanzado.
Cayó rendido en el piso, observando los faroles, a punto de desaparecer entre los confusos límites de su perseguidor.
Despertó, pero había en ese mañana algo poco común, una diferencia que le perturbaba.
Cada día se había mantenido sin más variables que los números en las fechas durante los últimos cinco años, y sin embargo, algo en su entorno había cambiado, o por lo menos comenzado a hacerlo.
Tomó una chaqueta con rutinario desdén y la dejó caer como un objeto pesado sobre los hombros de su camisa blanca, giró la manilla de la puerta y sin ponerle llave, salió.