—Ya llegué —me anuncié cerrando la puerta tras de mí.
La casa estaba helada, incluso más que el aire nocturno, pero la manta seguía doblada sobre la silla de tres patas que se apoyábamos contra la pared. Mi madre asintió levemente, sin despegar los ojos de lo que fuera que estuviera leyendo. Mi padre siguió estudiando unos documentos, inmutable.
—¿Hay algo de cenar? —insistí.
—Puedes preparar algo —respondió mi mamá—. Tu padre no ha comido.
—¿Tú no tienes hambre?
—No mucha.
—¿Tortillas de maíz está bien? —le pregunté a papá, que no parecía haber reparado en mi existencia todavía.
—Lo que quieras —respondió mamá.
Fui a mi habitación a cambiarme y escondí la camisa bajo mi almohada. Mi madre no decía nada cuando dejaba mi ropa llena de tierra en el cesto, pero no tenía ganas de explicarle por qué mi camisa estaba manchada de sangre y aguantarme el sermón que vendría después. Me miré unos segundos en el espejo para evaluar los daños; además del mordisco y la quemadura, tenía un número considerable de rasguños y moratones que ya estaban poniéndose verdes. Tomé la botella de alcohol que mantenía escondida bajo el colchón, empapé una camiseta y me la pasé por todos los lugares donde vi algún tipo de herida. Satisfecha, volví a la cocina a triturar los granos de maíz para hacer las tortillas.
Mis músculos estaban adoloridos por la pelea, e incluso algo tan simple como hacer funcionar el molinillo hacía que tuviera que tomar una gran bocanada de aire cada vez que giraba la manija. El olor a maíz, aceite y especias me había abierto el apetito, pero cuando revisé, vi
que el tarro de galletas estaba vacío, y también el de las avellanas. Todos los contenedores sobre el mesón tenían solo migajas o aire dentro. Nos habíamos quedado sin nueces, semillas o frutas disecadas, y el pequeño baúl que teníamos para el pan solo tenía un trozo mordisqueado que se había puesto duro hace días.
—Mamá, ¿quieres que vaya a hacer la compra mañana?
—Todavía tenemos comida en la alacena —dijo restándole importancia—. Mañana tenemos que ir por tu vestido.
Comencé a armar las tortillas, pero apretaba la pasta con demasiada fuerza, y se me escurría entre los dedos. El dichoso vestido, ¿cómo olvidarlo? Con ese dinero podríamos haber llenado los tarros y la despensa por una quincena completa, pero no comprarlo no era algo que nos podíamos permitir. No era solo el hecho de tener que usarlo (y en público) lo que me ponía de tan mal humor, sino que pensar en el él inevitablemente me llevaba a pensar en el Solsticio, y en lo que vendría después…
La ciudad ya había comenzado a llenarse de guirnaldas y arreglos de flores invernales. En unos cuantos días los pasteleros pondrían en sus vitrinas tartas de crema selena, e incluso pasteles con varios pisos decoradas con flores de azúcar para aquellos que vivían más cerca del muro principal. Nosotros no tendríamos nada de eso; con el vestido era suficiente, además, no teníamos nada que celebrar.
El aceite siseaba en el sartén caliente, y desprendía ese olor característico que adquiría cuando había sido reutilizado demasiadas veces. Ni siquiera me molesté en mirar dentro de la alacena, hace días que se nos había acabado la última botella. Al menos quedaban dos latas de guisantes, y una botella de sidra barato de manzana. Suponía que al día siguiente tendría que encontrar algo para comer con ayuda de Eli, y mientras una pequeña parte de mi mente se esforzaba en sacar cálculos, la otra -mucho más grande- estaba ocupada repasando los detalles de la estúpida celebración que se me venía encima.
—Bo, se te están quemando las tortillas —habló mi padre por primera vez.
Era cierto, el aceite siseaba con fuerza y una tenue nube de humo se había formado sobre el sartén. Una semana, me dije. Un semana más y saldrás de aquí.
Serví las tortillas en un plato, las dejé sobre la mesa y tomé mi chaqueta, decidida a no pasar allí la noche. Estoy segura de que ninguno de los dos se volvió al escuchar el portazo.