Tuve que dejar el fardo en el suelo por tercera vez mientras hacía el camino desde la bodega al establo del Qi-Lin. No tuvo que pasar mucho desde mi llegada para que los otros mozos se dieran cuenta de que no existía mucha diferencia entre que le llevara el alimento a los caballos y a los unicornios y que se lo llevara al Qi-Lin del rey. Tenía altas sospechas de que no debía tenerlo permitido, o al menos no al tan poco tiempo de comenzar a trabajar, pero los demás evitaban el trabajo como si fuera un perro rabioso.
La carga que llevaba era ligera, pero el dolor en la mano donde la princesa me había apuñalado no me dejaba sujetarlos por mucho tiempo. Eli me había vendado la mano después de que me encontrara lanzándole cuchillos a la princesa, y se había ocupado de limpiar la herida y cambiar los vendajes, pero aun así la herida había tomado un feo tono verdoso y podía sentirla palpitar. Necesitaba medicina, pero no sabía dónde pedirla ni si alguna de mis mentiras resultaría convincente para disfrazar lo que era inequívocamente una herida de cuchillo. Al menos bajo el agua no me dolía, así que esperaba poder salir a almorzar temprano, tragarme la comida, y pasar los siguientes treinta minutos sumergida. Además - aunque no quería admitirlo-, estaba cansada. Llevábamos tres noches seguidas entrenando hasta altas horas con la princesa y su doncella. Me imaginaba que Lily estaba igualmente agotada, y sabía que Eli también estaba resintiendo las horas de sueño perdidas. A mí al menos me daba algo que hacer en las horas de insomnio, pero mi cuerpo estaba protestando por estar constantemente haciendo trabajos físicos y por descansar tan poco. Tendríamos que encontrar otra manera de hacerlo, porque no podía seguir así, pero tampoco estaba dispuesta a abandonar a la princesa ahora que sabía lo mucho que necesitaba aprender.
—¡Niña! —me llamó Enzo. Me hirvió la sangre como cada vez que decidían ignorar mi nombre, es decir exactamente el cien por ciento de las veces que se dirigían a mí.
—¿Sí? —pregunté mordiéndome la lengua.
—La princesa necesita su montura y la de su doncella. Tienes que llevar también una para el príncipe y el chaperón, y quedarte cuidando a los caballos.
Bueno, pensé, ahí va la oportunidad de darme un chapuzón. Además, ¿tendría que acompañarlos cada vez que los tortolos quisieran dar un paseo? ¿Acaso el príncipe no podía llamar a uno de sus propios mozos? Al menos podía montar usando solo la mano izquierda, así que me obligué a dejar de quejarme.
—Está bien —respondí, pero Enzo ya se había dado la vuelta.
Me sorprendí a mí misma buscando una superficie reflectante dentro del establo. De repente se había vuelto muy importante el lucir al menos limpia y con el cabello más o menos ordenado. Avergonzada, terminé de ponerle la montura a Harpa, el pegaso de la princesa y luego me monté yo misma en Bimbo -el caballo manchado que me gustaba pretender era mío- y conduje a los equinos hacia la entrada lateral del palacio.
La Princesa estaba esperando junto a Lily, y un poco más allá estaba parado el Príncipe, quién intentaba cruzar la mirada con ella. Más atrás, apartado de los demás, estaba Elián de pie, con la espalda recta como una puerta, mirando al vacío. Se me apretó el estómago al verlo, no habíamos tenido tiempo de hablar tras la pelea de la noche anterior, y aunque no me gustaba admitirlo, sabía que esta vez la culpa había sido mía; existía una regla implícita en nuestra amistad, a él no le interesaba a quién le mintiera ni con cuánta frecuencia lo hiciera, mientras no fuera a él.
Nos dirigíamos a un lugar que no conocía, yo cabalgaba al final del todo, con la mirada fija en el cabello de la Princesa. Una parte de mí estaba arrepentida de haberle arrojado un cuchillo, y bastante avergonzada de que me hubiese atrapado escondida en su habitación. Su doncella me miraba siempre con desprecio, como si no pudiera entender por qué su señorita parecía insistir en acercarse a alguien como yo. Esa parte de mí entendía perfectamente por qué Lily no me quería cerca de ella, pero la otra parte… la otra parte no podía evitar sonreír un poco cuando pensaba en ella. Estaba hecha para ser una princesa, con su cabello largo y rizado que siempre llevaba en una elegante trenza, de un color caramelo idéntico al de sus
ojos redondos y de pestañas largas. Tenía el tono de piel más hermoso que había visto, de color canela y que brillaba cuando la luz del sol la alcanzaba. Y eso no era lo mejor de todo, era tan alta como Elián, y alguna vez quizás me había detenido un segundo más de lo necesario a mirar su cuerpo… No. Bo, détente. Si comenzaba a pensar así, sabía que no podría parar.
Por suerte algo más brillante que la piel de la Princesa llegó para distraerme. Al doblar tras una hilera de árboles, un enorme lago apareció frente a nosotros. Colindaba por uno de sus bordes con el comienzo de la cadena montañosa, y por el otro con un frondoso bosque de lo que parecían ser almendros. Pero lo más impresionante no era el paisaje, ni el hecho de que los terrenos del rey parecían ser interminables; lo que realmente me dejó con la boca abierta fue el color. El fondo estaba conformado por enormes rocas de lo que tenía que ser cuarzo rosa, blanco y transparente, el agua estaba tan limpia y cristalina que se podían ver los detalles del mineral varios metros lejos de la orilla. Incluso bajo el débil sol de invierno, la superficie brillaba como si se tratara del cielo nocturno. Y como si esto fuera poco, desde las profundidades del lago se elevaban altas columnas irregulares de cristal, afiladas como espadas y más altas que los árboles.