Parecía que la boda iba a durar para siempre. Me habían posicionado dentro de una de las habitaciones que daban al jardín invernal, y llevaba tanto tiempo en cuclillas junto a la ventana que mis piernas estaban comenzando a acalambrarse. Podría haberme sentado si hubiera querido, pero sentía que si no estaba lo suficientemente alerta, perdería el ímpetu y no sería capaz de encender el fuego cuando el sacerdote dijera la palabra ‘bendice’ luego de que el príncipe pusiera el anillo real de Chiasa en la mano de la princesa Viana.
Era muy importante que tuviera tiempo de dárselo, y más importante aún que el sacerdote no pudiera terminar de casarlos. Selma y Vera querían que el plan del Cuervo saliera a la perfección, excepto por la parte en la que tomaban como prisionera a la princesa y a su madre, cuando la encontraran, por lo que teníamos que asegurarnos de cumplir tanto con su plan como con el de ellas. E intentar no echar nada a perder.
Abajo, Hiro sacó el anillo de una pequeña caja de jade y tomó la mano de Viana. Inmediatamente centré mi mirada en una de las esquinas del patio, sobre un enorme arreglo floral que habían puesto allí como decoración. Apreté el colgante de Lily entre mis dedos, y dejé el fuego correr desde mis yemas hasta la flor exacta que estaba enfocando. Primero fue una chispa, y luego el arreglo completo. Las otras tres esquinas se encendieron simultáneamente, y en el instante en que la primera mujer gritó ‘¡FUEGO!’ el sonido de un disparo salió de una de las ventanas más altas, y dio de lleno en la garganta del príncipe Hiro.
Una oleada de nauseas recorrió mi cuerpo al ver el chorro de sangre que saltó sobre la princesa, sabiendo que había sido yo el que le había informado a Selma y Vera que el chaleco antibalas de Chiasa vería venir una amenaza si esta venía de cerca, y que algunos de sus puntos ciegos eran los brazos, los hombros… y el cuello. Abajo, los miembros del Cuervo que habían permanecido ocultos por años comenzaron a hacer de las suyas, truenos, rayos y temblores azotaban a los invitados mientras los guardias miraban en todas las direcciones buscando un responsable y disparando a diestra y siniestra a las ventanas que los rodeaban. Un momento después de que encendiera también los pisos superiores, Bo tomó a la princesa sobre sus hombros y salió corriendo en dirección a una de las entradas. Mi última tarea en ese lugar era asegurarme de que el fuego no las tocara mientras atravesaban la puerta en llamas.
Una bala rompió el cristal a mi lado, y perdí la concentración en el momento justo en que ambas terminaban de cruzar al otro lado. Miré por última vez el infierno que se estaba desatando allá abajo, donde las tropas hacían lo posible por derribar una de las puertas sin que nadie saliera herido. El rey yacía sobre su trono con una enorme mancha de sangre en la ingle, y la Korin de Chiasa se había desmayado sobre su esposo. Nuevamente las nauseas y la culpabilidad se apoderaron de mí, y mientras corría a mi siguiente posición traté de convencerme de que no podía haber sabido que dispararían a matar. Que era perfectamente posible que fueran a dispararles para inmovilizarlos. Pero eso no es cierto, me dije, tú creciste con esas personas.
Intenté sacudirme los pensamientos, pero se negaban a dejarme solo, y lo que más necesitaba en ese momento era claridad para pensar mi próximo movimiento. Como me lo habían pedido, comencé a encender llamas por aquí y por allá en mi ruta hacia el jardín. Para el momento en el que pisé el patio exterior, toda un ala del palacio estaba en llamas, y afuera reinaba el terror. No solo los miembros del Cuervo habían conseguido sacar los relámpagos y temblores fuera del jardín invernal, sino que las tropas habían conseguido liberar a los invitados, y grupos y grupos de nobles salían huyendo por la puerta principal de un palacio que se caía a pedazos, desesperados por ver si sus casas cerca del muro estaban corriendo la misma suerte. Lo harán, pensé, esta vez sin remordimientos. Sin duda me sentiría culpable el resto de mi vida por las vidas perdidas, pero quitarles todo a aquellos que nos habían mantenido sin nada por generaciones sería una de las cosas que más disfrutaría en mi vida, de eso estaba seguro.
Un nuevo estallido de chillidos y llantos me advirtió de la presencia de las bestias antes de que pudiera verlas. Mantícoras, grifos, basiliscos y otras criaturas corrían desesperados en busca de la libertad que les habían robado por tanto tiempo, y las personas corrían despavoridas, temerosas de perder la vida a manos de tales monstruos. Un grupo de soldados corrían en nuestra dirección, mientras un teniente gritaba que era hora de defender el frente, esa era mi señal. Dejando el caos atrás me sumé al pelotón y corrí en dirección al muro, que todavía se veía pequeño en la distancia. Si todo había salido de acuerdo al plan, Pyra estaría esperándonos junto a los caballos en algún lugar cerca de la entrada principal, listos para montarlos y escapar. Tenía el pecho apretado por la mezcla de adrenalina y excitación al ir encendiendo pequeños focos de fuego en los patios y mansiones de la nobleza al pasar. Sólo tenía que simular detenerme a tomar aire y se encenderían uno, dos y hasta tres lenguas nuevas, y entonces podía seguir corriendo y hacer lo mismo unos metros más allá. Sin manos, sin armas, sin ninguna prueba.
Solo una cosa más que tachar y podría adentrarme en el bosque perimetral a encontrarme con Pyra y esperar a las chicas. Según Selma, los del Cuervo habían conseguido implantar unos cuantos explosivos alrededor del muro, y mi único trabajo era encenderlos y dejar que hicieran lo suyo. Apostando a mi suerte, intenté enfocarme en las bisagras y paredes laterales, mientras el pelotón y yo nos manteníamos aún a una distancia prudente. Yo sobreviviría a una explosión, o al menos eso creía, pero no podía cargarme más vidas encima, o terminaría vuelto loco; incluso en ese momento, intentando recobrar el aliento y acertar con los explosivos, la imagen de la sangre saliendo disparada del cuello del príncipe no me dejaba en paz. Aquí y allá, mis chispas parecían fallar, no encontraban nada que encender, hasta que me ocurrió apuntar bajo tierra y… El sonido de la explosión fue ensordecedor, el suelo bajo nosotros se rompió, y el portón voló por los aires, lanzándome al cielo junto a un pitido aullante. Caí como un saco de papas al suelo, aterrizando sobre mi hombro, me recorrió un dolor agudo, y a medida que recuperaba la audición, pude oír los lamentos de mis compañeros y el sonido de más explosiones que parecían muy lejos de mí.