Esteban no podía estar más feliz con su esposa y su hijo. Y aunque con Dominga las cosas iban lento, estaba seguro de que el día menos pensado podrían convertirse en una verdadera familia.
Dominga había resultado ser una madre fantástica. Vivía en función de las necesidades de su hijo, a quien habían acordado llamar Clemente en honor a su padre.
Esteban también estaba pendiente del pequeño. Se hacía cargo de atenderlo cuando Dominga necesitaba descansar o hacer cualquier otra labor. ¡Hasta lo bañaba y le cambiaba los pañales!
Le encantaba acurrucarlo en su pecho y darle suaves palmaditas en la espalda hasta que se quedaba dormido. Adoraba escucharlo hacer ruiditos y quejarse cuando lo movía. También le fascinaba acariciar la parte posterior de sus orejas. Eran tan suavecitas….
Fue allí donde encontró una marca de nacimiento muy particular. Un diminuto corazón casi imperceptible al ojo, pero él lo había visto y lo había amado. Para él, Clem, como le gustaba llamarlo, era su hijo. Y aunque no lo hubiera concebido no sabía explicarse por qué lo encontraba tan parecido a él. Quizás solo era el deseo de sentirlo suyo lo que le alteraba la vista, o tal vez el hecho que también tuviera los ojos verdes, como cada Müller de la familia. Sencillamente era inexplicable.
Habían pasado seis meses desde que Clem había nacido y la relación entre Esteban y Dominga parecía estar a punto de dar el paso que les faltaba. Antonia les había pedido que le dejaran pasar el fin de semana junto a su nieto con el fin de que ellos pudieran celebrar su aniversario de bodas solos, así que él y Dominga aprovecharon el ofrecimiento y aceptaron, no sin antes dejarle por escrito las mil y una recomendaciones.
Esteban había alquilado una casa preciosa con vista al mar en un lugar apartado de la ciudad. Estaba situada sobre un pequeño acantilado que les permitía tener una vista panorámica de toda la bahía. La casa era de estilo mediterráneo, con amplios espacios, una cocina moderna llena de lujos, una sala con sillones cómodos y pulcramente adornados con cojines de plumas y una chimenea que les esperaba paciente para compartir con ellos su calor.
Llegaron al medio día con unas ganas enormes de comer después del viaje. Prepararon juntos un sencillo pero delicioso almuerzo y después de lavar la vajilla, decidieron bajar a la playa por una angosta escalera que descendía de forma empinada el acantilado hasta llegar a la arena.
Cuando llegaron al último escalón, Esteban le ofreció su mano para tomar la suya y juntos emprendieron la caminata descalzos por la orilla del mar con sus manos entrelazadas. Conversaron de trivialidades pero también de Clem y lo mucho que había crecido en esos meses.
- Esteban, yo… - Dominga detuvo su andar y esperó a que él también lo hiciera y le prestara atención. - … yo quería darte las gracias por todo lo que has hecho por mí y por Clem desde que Clemente murió. Sé que nada salvo tu honor y tu amistad hacia él fue lo que te motivó a tomar la decisión de casarte conmigo cuando no era tu obligación hacerlo. Por haberme dado una oportunidad a mi y a mi hijo….
- “Nuestro” hijo… - le corrigió Esteban con cariño.
- … “nuestro” hijo, es que te estaré eternamente agradecida. Ha sido lo mejor que ha podido pasarnos. Gracias. – le dijo mirándolo fijamente a sus hermosos ojos verdes.
- Domi. Hay algo que quiero decirte y que jamás me había atrevido a decírselo a nadie. Bueno… mi hermana está al tanto, pero que conste que fue porque ella solita lo dedujo. En fin… quiero que sepas que, si bien a Clemente y a mi nos unía un lazo inquebrantable de cariño y amistad, y que cuando él murió, sentí la necesidad de proteger aquello que tanto había amado, esa responsabilidad autoimpuesta no fue la razón principal para pedirte que te casaras conmigo. – le confesó.
- ¿Ah, no? – le miró extrañada.
- No. Lo hice porque…. porque… - “¡Dios! Qué difícil se me hace esto”, pensó. - …porque yo siempre te he…. te he amado. – Estaba aterrado por el efecto que tendrían sus palabras en Dominga, pero aun así le sostuvo la mirada. No quería perderse ningún detalle de su reacción.
- ¿Cómo… cómo que siempre me has amado? – le preguntó porque de verdad no tenía idea de lo que estaba hablando.
- Verás, lo mío fue un amor a primera vista. Ocurrió en la Cena Anual del Club Naval hace casi seis años. Estaba sentado en una mesa junto a Clemente esperando a que mi padre me hiciera una seña para que fuera a bailar con mi hermana. Mientras esperaba a que eso sucediera, tú apareciste en la entrada del Club del brazo de tu tío. Estabas tan hermosa, tan angelical que supe de inmediato que serías el amor de mi vida. – Dominga no podía creer lo que escuchaba ni lo mucho que su rostro se estaba sonrojando. – Intenté acercarme a ti, pero justo mi padre requirió mi presencia y tuve que ir con mi hermana a bailar. Debo reconocer que fui un pésimo compañero para ella. Ni siquiera la tomé en cuenta ya que lo único que hice mientras bailábamos fue buscarte con la mirada. Cuando al fin te vi, podrás adivinar con quién te encontré. – recordó con una mirada triste en sus ojos.
- Con Clemente, me imagino.
- Así fue. Por tan solo unos minutos perdí mi oportunidad de llegar primero a ti, misma oportunidad que Clemente sí aprovechó. La suerte estuvo de su lado y resultó que ambos terminaron enamorándose. No te imaginas lo doloroso que fue para mí ver que Clemente disfrutaba de todo aquello que yo deseaba compartir contigo. Al principio, no te voy a negar, sentí mucha rabia y pensé que era todo muy injusto porque Clemente era un mujeriego y creí que para él no eras más que otra de sus conquistas mientras que para mí tu habrías sido mi mundo entero.
Editado: 15.07.2021