Existen vivencias que quedan marcadas en tu vida, como hierro al rojo vivo que quema el corazón, eso lo tengo muy claro. Esta es la historia de un amor que dejó su cicatriz en mí desde que inició hasta el día de hoy.
Recuerdo bien cómo empezó todo. Corría el año de 1947. Yo tenía diecinueve años recién cumplidos y había regresado a mi pueblito por las vacaciones de verano. Estudiaba en la capital de uno de los estados más tradicionalistas de la República Mexicana. Eran ocho horas de camino y solo se podía llegar primero en carreta hasta llegar al ferrocarril porque no pasaba otro medio de transporte ni contábamos con automóvil. Así que solo visitaba a mi familia durante las vacaciones.
Mi hermano, Sebastián, era un año menor que yo y mi madre insistió en que lo acompañara a un baile apenas al segundo día de llegar. Él era muy distinto a mí, siempre fue considerado como el que tenía mejor porte de los siete hermanos varones, el que conquistaba corazones y luego éramos los demás los que limpiábamos sus tropezones. Cuando yo todavía vivía en casa vi llegar a más de una muchacha a la puerta en pleno llanto porque él las había dejado sin más explicaciones. Descansé de esos desplantes cuando por fin me mudé.
Ese día Sebastián tenía una cita con una joven. Yo la conocía muy poco. Vivía al final de la calle Laureles y era la hija del alcalde, la mayor de seis hermanos y solo sabía que era una niña muy alegre, pero no me la había topado en casi tres años porque no me gustaba salir tanto. En ese momento pensé que mi hermano estaba buscándose problemas grandes porque su padre era famoso por tener la mecha corta.
Debo decir que lo que pasó en esa salida jamás lo imaginé. Llegué después para que no se viera tan obvio que lo cuidaba, o, mejor dicho, que cuidaba a la joven que pretendía. Apenas iba entrando a la cancha, que era donde se llevaba a cabo el baile, y los vi a lo lejos. Elegí mantener distancia para no incomodar. Decidí comprar una tlayuda cuando, sin imaginarlo, la vi caminar hasta la puerta principal. Reconocí su ropa enseguida: un bonito vestido negro con bordado a mano, el cual era de los caros; pero eso no me sorprendió porque sabía que de dinero no carecían. Por la manera en la que daba las pisadas supe que iba furiosa. ¿Quién lo diría? ¡La cita fue todo un fracaso! Yo tenía muy claro que mi hermano era un patán y pensé que ella tuvo la suficiente dignidad como para rechazar algún ofrecimiento indecente que seguro le hizo. La jovencita ni siquiera dudó y se atrevió a dejarlo e irse sola a casa.
Estaba por iniciar el baile, el grupo ya se encontraba listo. No llevé cita porque iba de chaperón, y también porque me costaba trabajo conseguir una. Por un momento me quedé bloqueado, ¡aquello no me lo esperaba! Su casa se ubicaba a más de cinco cuadras y por esos tiempos la iluminación era muy poca. ¡Sebastián no la siguió!, cosa que me pareció una gran falta de respeto. Nuestros padres me insistieron en no dejarlo hacer groserías, así que me tocaba intervenir. Mi padre le daría una buena lección si se le ocurría faltarle al respeto a esa niña. Y seguro me la daría a mí si no ayudaba a medio arreglar lo que acababa de pasar.
Me impresionó que no le diera miedo caminar sola por la calle vacía y fui detrás de ella.
—Señorita Amalia —grité cuando la tuve a pocos metros y vi que ella se dio la vuelta para conocer al dueño de la voz.
Si alguna vez llegué a cuestionar la veracidad del tan anhelado “amor a primera vista”, con solo voltear, todas las dudas se esfumaron. Allí estaba la prueba y mis ojos se encargaron de retratar con sumo detalle su figura completa. ¿Cuándo creció tanto?, «me pregunté al sentir mi corazón latir con más fuerza». ¿Por qué no atrajo mi atención antes? Si siendo un pueblo tan pequeño nos conocíamos casi todos.
—Dígame —exclamó con poco interés.
Parecía que intentaba recordar mi cara, pero creo que no tuvo éxito.
—¿Se acuerda de mí? —solté nervioso, acercándome y extendiéndole la mano. Allí la vi acercarse también. ¡Ese caminar! ¡Dios! ¡Ese caminar fue el que terminó por meterla en mi mente por completo!—. Soy Esteban, hermano de Sebastián. Quiero suponer que la ha incomodado y usted ha tenido el valor de ponerlo en su lugar.
Me sentí afortunado de que no respondiera la pregunta sobre mi identidad porque me habría causado vergüenza.
—Lo siento. —Aceptó mi saludo con algo de desconfianza—. Perdóneme, caballero, pero no suelo permitir que me falten al respeto.
Su mano era tan suave que tuve que hacer un tremendo esfuerzo para soltarla.
—Hizo bien. Dígame, ¿ya se iba?
De pronto me regaló una sonrisa tan bella, una tan natural que logró que me gustara todavía más
—Sí.
—Permítame acompañarla a su casa. No es bueno que una señorita camine sola a estas horas de la noche.
—No se moleste.
Ella trató de irse, pero no podía dejarla ir por dos motivos: mi compromiso de hacerla llegar sana y salva a su casa, y porque intentaría conocerla mejor, por lo que me interpuse en su camino con la mejor educación posible.
—Debo insistir ya que he venido con el único objeto de ser su protector… —¡Tenía que ser yo y mi estupidez!—, chaperón, quise decir chaperón. Es vergonzoso, pero me lo han dejado encargado. Creo que la consideran una joven de casa y conocen a mi hermano. Le pido una disculpa por los inconvenientes.
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Editado: 14.09.2024