Como ya no tenía más motivos para quedarme en el baile, decidí irme a casa. Nuestra casa era el número ocho de la calle Azáleas. Llegué y me tiré a la cama, aunque tardé un buen rato en poder dormir porque la cabeza no paraba de repetir una y otra vez ese breve momento que compartí con Amalia. ¡Amalia! Era raro pensar en un nombre que el día anterior no me interesaba.
Apenas desperté, salí con prisa para ver a mis padres. Ya pasaban de las seis de la mañana y tenía la esperanza de encontrarlos todavía en la cocina. Llegué al pasillo y ¡ahí estaba! Ese olor a café recién molido acompañado con canela. Sn duda un aroma que no se olvida a pesar de que el tiempo nos envejezca y acabe con los recuerdos.
Me detuve justo en la puerta, decidiendo qué decirles. ¿Cómo debía hacerlo? “Papá, mamá, quiero quedarme con la conquista de Sebastián y no me importa si no les gusta la idea…”. No, de ninguna manera, así no. Luego de un rato dejé de darle vueltas y me aventuré a entrar.
—Tengo algo que comentarles —les dije con la voz apenas saliendo y no me sorprendió ver que ninguno se giró para prestarme atención.
Mi padre leía concentrado una amplia misiva y mi madre saboreaba su único momento en que podía estar tranquila, y yo se lo quería robar.
—Si es para quejarte del comportamiento de tu hermano, mejor no lo hagas, no quiero hacer corajes tan temprano —avisó irritada mi madre—. Lo único que me haría querer escucharte es que nos des la buena noticia de que por fin piensas pedir nuestro permiso para pretender a una muchacha. Pero como sé que eso está muy lejos de pasar…
Me quedé callado, pero supongo que algo vio mi padre en mi rostro porque dejó de leer el papel que sostenía, bajó un poco la larga hoja y me observó.
—¡¿Sí es por eso?! —me susurró con gran interés.
Mi padre era un hombre muy fácil de descifrar y también muy directo. Mi abuelo fue un gallego que se enamoró de mi abuela y ya no se regresó a su país. Mi padre tenía muchos de sus rasgos físicos, incluidos unos grandes ojos azules que expresaban tanto, y en ese momento se abrieron de par en par. La gente decía que por igual los tenía yo, aunque no lo sé.
—Mejor vete a ayudar a tu hermano, la necesita…
Mi padre levantó una mano para interrumpirla.
—Esperanza, ponle atención, ¡creo que por fin pasó!
En ese momento sentí que se me caía la cara por la vergüenza y quise salir corriendo de allí, pero ya había comenzado y era necesario terminar, aunque me sudara hasta el alma.
—¿Qué pasó? —le preguntó ella y soltó el pedazo de pan que remojaba en el café cuando comprendió—. ¡¿Será verdad?! ¡Oh, por Dios y la Virgen Santísima! Ven, hijito, cuéntanos. —Hizo una rápida seña para que me uniera a la mesa.
Yo caminé con toda la calma que pude. Ahí iba mi momento de confesar mi traición estilo Judas…Bueno, no tanto así, estoy exagerando; pero de que era indebido, lo era.
Respiré bien hondo y me armé de valor.
—Mamá, papá, he conocido a una mujer que me ha gustado más que las demás —lo solté, pero faltaba la parte difícil.
—¿Quién es? Dinos ya —insistió mi madre, manoteando impaciente. Ella solía indagar en cada rumor que existiera sobre las familias de las parejas formales de mis hermanos; yo no iba a hacer la excepción. Éramos siete, todos varones, y ya había aprobado a las mujeres de los cuatro mayores, le faltaban todavía tres—. Solo espero que no sea ninguna de los Martínez, su madre está desquiciada con la idea de sacarlas de blanco cuando, ¡jum!, ya se sabe que de castas no tienen ni las orejas.
El nombre de mi interés amoroso se negaba a salir, pero era urgente librarme de ese incómodo interrogatorio.
—Se trata de… de la señorita Bautista —por fin salió y pude respirar.
—¿La hija de Cipriano? —Mi madre dibujó una expresión de confusión—. Pero ¿no fue con esa niña con la que salió tu hermano?
—Sí.
Los dos se quedaron sorprendidos, pero no tanto como pensé.
Mi padre solo movió la cabeza como si le diera vueltas al asunto.
—Anastasio, si se casan puede que el alcalde nos ayude a solucionar el problema que tenemos de los terrenos.
Mis padres llevaban años peleando unos bienes, todo gracias a que el abuelo no dejó nada por escrito antes de morir.
—Ya veo. —Él movió severo su dedo índice, acusándome—. ¡Con que me saliste robanovias!
—No era su novia… todavía —me atreví a rebatir—. Deben saber que ella lo rechazó y por eso es que quiero acercarme para conocerla.
—Está bien. De todos modos, el cabrón de Sebastián es muy poca cosa para una mujercita así. —A mi padre siempre le molestó la actitud de mi hermano, pero mamá lo protegía y excusaba más de la cuenta.
—Sé de buena fuente que es muy entregada a su familia, cuida a sus cinco hermanos con gran empeño y es muy buena cocinera, me consta porque probé su pastel de carne que ofrecieron en la iglesia. Solo se pasó un poquito de sal, pero nada que la práctica no arregle.
—Entonces, ¿no tienen problema en que la corteje?
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Editado: 14.09.2024