Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Amorcito corazón

El abrazo que nos dimos fue atrevido, y al mismo tiempo se sintió como un bálsamo que se esparce lento sobre la herida doliente.

Ella olía a ajo con laurel. Seguro se encontraba cocinando cuando llegué y jamás le dije que amaba que cambiara de aroma de esa manera.

—En tus cartas no dijiste que vendrías antes —me dijo animada—. Pero es muy bueno. Hoy las muchachas van a ir al baile y yo no tenía compañero. Celina nos va a presentar a su prometido.

Un evento público no era lo que planeé para mi regreso, pero por verla feliz estaba dispuesto a todo lo que pidiera.

—Entonces vine a tiempo.

Amalia pareció recordar algo y dio un paso hacia atrás. Su mirada me indicó que la preocupación la controló.

—Disculpa, fui desconsiderada. ¿Cómo está tu tío?

—Bien, bien. Va sanando.

Sospeché que ella sabía más que yo sobre el balazo que le dieron a mi tío, pero preferí no preguntarle porque la comprometería a darme información que seguro su padre mantenía como confidencial.

—Escuché decir al asistente de mi papá que lo van a declarar como accidente. Por lo lejos que vive tu tío pudo tratarse de una cacería que hacían muy cerca de su casa —vaciló en continuar y bajó el rostro—. ¿Qué piensa tu familia al respecto?

Para darle calma, sujete sus cálidas manos, ambas unidas a las mías. Podía sentir que sudaba más de la cuenta y me apresuré responderle.

—Lo que el alcalde diga, eso será.

Acaricié su mejilla y, con las debidas precauciones para que no nos vieran los metiches, le di un rápido beso en los labios.

—Bueno, Ingeniero, ¿me va usted a invitar?

Allí recordé que gracias a la prisa con la que salí de casa olvidé sus obsequios. Tendría que esperarme un poco más para agasajarla como era debido.

—Por supuesto que sí. ¿Le gustaría ir al baile conmigo esta noche?

—Será un placer. —Parecía contenta, pero de un momento a otro su bonita sonrisa se borró. Verla cambiante era raro, aunque pensé que tal vez era producto de mi imaginación—. ¡Oh!, pero debe estar muy cansado.

Sí que lo estaba, pero eso no me importaba en absoluto.

—¿A qué hora es?

—Empieza a las ocho. Quedamos de vernos ocho y media.

—Vendré por ti a las ocho. Una media hora solo para mí.

Amalia dio un paso hacia atrás y volvió a sonreírme. En serio que me hechizaba con solo parpadear.

—Hasta la noche —se despidió y se dio media vuelta.

Regresé a mi casa con el corazón alocado. Volver a verla me llenó de energía. Era como ponerse frente al sol en la mañana y levantar los brazos para recibir su calor.

En cuanto entré, me recordé que ya no tenía cuarto. Le di un vistazo rápido a mi tío que dormía y luego me instalé en uno pequeño que se usaba para los invitados. Solo tenía un catre y una mesita a un lado, pero eran suficientes para mí.

A los veinte minutos entró Paulino.

Mi hermano menor, con dieciséis años, era el menos agraciado de todos, inmaduro y consentido por mis padres. Ellos lo complacían en todo lo que pedía. En realidad me molestaba la forma en la que a veces abusaba de sus favores.

—¡Con que aquí estás! Te he buscado por una hora.

—¿Qué quieres? —Él interrumpía mi descanso y eso me irritó.

—Dice mi papá que te espera en la caballeriza.

Me levanté de golpe porque mi padre solo nos llamaba a la caballeriza si necesitaba decirnos algo importante.

—¿Le pasó algo a mi caballo? —Sospeché que Genovevo enfermó de nuevo y temí lo peor. La primera vez por poco y no la libra.

—Sí —dijo serio y llevó una mano a su pecho—. Lo atacó un panal de abejas del árbol y se murió. Lo siento mucho.

—¡¿Qué?!

Casi salgo corriendo para verlo, pero, antes de salir, Paulino se soltó a reír.

—Tarado, tu tonto caballo está bien. Tragando como siempre. No sé qué quiere mi papá, pero lo que sí es cierto es que no se ve nada contento.

—¿Y mamá?

—Fue al mercado con Sebastián. Se lo llevó porque va a cargar las cosas.

Estábamos solo nosotros cuatro. Mi tío dormía y el desinterés que siempre tenía Paulino me hizo sospechar que mi padre buscó privacidad.

Salí al patio y avancé. La caballeriza estaba hasta el final de nuestro terreno, justo en la esquina porque daba buena sombra gracias a los árboles de mango que teníamos.

Mi padre estaba parado peinando a Cirano, su majestuoso ejemplar color negro que cuidaba como a un hijo.

El sonido de mis botas le avisó mi llegada.

—Quiero suponer que Rogelio fue poco claro a la hora de expresar nuestros deseos —me dijo sin siquiera girar a verme porque deslizaba concentrado el cepillo por el brillante pelaje de Cirano.

Caminé a su lado para que pudiéramos hablar de frente.




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