Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Bendita esposa mía - Parte 1

Extrañaba a Amalia y pronto sus cartas se volvieron insuficientes para calmar mis ganas de verla. Quería correr, subirme a la carreta e irla a buscar, probar sus labios que calmaban mis miedos más profundos y así sentirme feliz.

Esa tarde del veintinueve de enero, tocaron a la puerta de mi casa. Fue un suave toque nada más, pero decidí no atender porque me encontraba en la biblioteca hurgando libros. Dejé de leer por semanas y necesitaba distraer la mente. Sin querer, me topé con uno de mis libros de primer año de la ingeniería. Tenerlo entre mis manos me desarmó por la pérdida que significaba. Terminó en el bote de basura para que no volviera a encontrarlo.

El caso del tío Hilario no avanzaba, o al menos eso decía mi padre. Sus hijos querían sacarlo a la fuerza y huir del pueblo para jamás volver, pero sí lo hacían nos condenarían todavía más, por lo que tuvimos que intervenir y hacerlos entrar en razón. Aunque no sabíamos cuánto tiempo se quedarían en frágil paz. El hijo menor de mi tío Hilario era bastante irracional e impaciente.

Escuché que Paulino atendió el llamado.

Mi madre desgranaba maíz en el patio, Sebastián salió como de costumbre y mi padre se había ido a recostar porque le dolía la cabeza. Nuestra vida parecía volver a su habitualidad a pesar de la delicada situación.

En cuanto mi hermano abrió presentí que algo sucedía. La corazonada que me atacó hizo que fuera directo hacia la puerta.

Paulino se quedó quieto y callado cuando me acerqué. Creo que no quería voltear a ver quién estaba detrás de él.

—¿Quién es? —le dije y vi que relajó los hombros al reconocer mi voz.

—Te buscan —me avisó entre dientes y con la mano sosteniendo firme la madera. Vi que sus ojos iban de un lado a otro y luego se me acercó para susurrarme—. Vete para otro lado o te van a regañar. —Luego se retiró.

En ese momento no comprendí el comentario de mi hermano, pero cuando me asomé me quedé sin aliento.

¡Allí estaba!, con su carita dulce y su mirada que brillaba de una manera que tanto amé. Amalia fue quien tocó a mi puerta. ¡Se atrevió a hacerlo!

Salí enseguida y cerré despacio.

—¿Qué pasó? —me apresuré a preguntarle y la tomé por los hombros.

—Perdón, quería verte —dijo con su cálida voz que añoraba escuchar—. Llegamos anoche. Ya no pude esperar más y las muchachas están muy ocupadas. —Me observó pensativa—. ¿Crees que te traiga problemas? Porque estaba preparada con diez pretextos por si me preguntaban.

El saber que compartíamos la misma angustia por reencontrarnos me llevó a sonreír como un tonto.

—Tú no te preocupes. El novio está instalado aquí y eres prima de la novia. Todo está bien. —Quizá si hubiera abierto mi padre o mi madre, en definitiva, sí me traería un largo interrogatorio, pero eso me lo reservé.

Mi estrella también sonrió, y con eso olvidé todo lo que podía pasarme si la persona incorrecta nos veía.

—¡Estoy que no me lo creo! Erlinda será la primera en casarse —sonó entusiasmada y dio un brinquito—. La que menos pensamos, será la primera.

—Sorpresas que nos da la vida. —Allí recordé su situación—. Y, por cierto, ¿cómo sigue tu hermanito?

Amalia resopló.

—Mejorando. Nos dejaron venir con la condición de que reposara todo lo posible, aunque ya tiene ganas de levantarse y hacer sus travesuras. Me toca a mí mantenerlo acostado, pero es difícil. —Su cara fue de cansancio.

—Me imagino que sí. Ojalá pudiera ayudar.

—Me ayudaste mucho con tus cartas, me dieron esperanza. Gracias. —Dio un paso hacia mí y rozó un poco mis dedos—. Perdóname este atrevimiento. Debo ir a la verdulería y aproveché la escapada. —Retrocedió, se acomodó el rebozo blanco sobre la cabeza y levantó la canasta que ni siquiera advertí—. Ya, me tengo que ir. ¿Te veré en la boda?

Yo me concentré en sus labios, brillaban como una manzana prohibida, húmeda y roja. Todo lo que pensaba era en besarla hasta cansarme. ¡Pero no se podía! Y menos en un lugar que era la misma boca del lobo.

—Pero por supuesto que sí. El novio no me lo perdonaría.

Florencio me advirtió más de una vez que no tenía permitido faltar. Yo era su único contacto con su entorno y eso le daría seguridad, según sus palabras.

—Entonces, hasta mañana. Acuérdate de que es la calenda.

Lo que nos quedó fue despedirnos con un movimiento de manos que de poco sirvió.

—Allá nos vemos.

La vi irse con su bonito caminar. Allí supe que no me conformaba con solo verla, moría de ganas de ir tras ella y tomarla de la mano para decirle todo lo que la extrañé. Odiaba cada día más el no poder gritarle a todo el pueblo que seguíamos juntos. Ella merecía ser presumida por las calles y ni siquiera eso podía darle.

Nuestro encuentro fue tan breve que pareció un dulce sueño. Tuve que obligarme a entrar a mi casa y me topé con Paulino comiéndose unas uvas, recargado en la pared del lado izquierdo.

—¡Lo sabía! —Me apuntó triunfante—. Sabía que no la habías dejado, cabrón.




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