Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Chokani - Parte 1

Guardé en mi maletín el documento que me liberaba de las clases por unas semanas. Para mi mala suerte el director decidió que todavía le debía varios días limpiando los salones. Cumplí sin rezongar porque cualquier acto de rebeldía me traería serios problemas.

El encuentro con mi amada tardaría un poco más.

Todavía no sabía cómo iba a actuar con todo lo que pasó. Por las noches pensaba en las palabras que les diría a mis padres para confesarles que me casaría con ella, aunque me negaran como hicieron los padres de Florencio. Si él podía sobrellevarlo, ¿por qué yo no? Pero primero tenía que averiguar cómo marchaba la situación entre las familias.

Una noche en la que llegué sucio y agotado, me topé con Erlinda. Se encontraba sentada en la mesita en la que a mi amigo le gustaba pasarla antes de ser encerrado. Hacía un bordado de rosas rojas y moradas, y la vi tan concentrada que pasé despacio para no interrumpirla.

—¡Oh!, por fin llegaste. —Levantó la cabeza, sonrió, dejó su bordado sobre la mesita con tan poco cuidado que los hilos seguro quedaron enredados. Después se puso de pie—. Vente, vente a comer o, mejor dicho, a cenar. De por sí estás todo flaco, y si no comes, vas a volar cuando sople fuerte el viento.

Ella se adelantó a la cocina y la seguí porque de ninguna manera haría la descortesía de rechazar su ofrecimiento.

—Ya te dijimos que no es necesario que te molestes en cocinar para los tres —le dije porque me avergonzaba abusar de la nueva inquilina—. Estamos acostumbrados a comprar la comida ya hecha.

Erlinda resopló mientras servía un plato.

—¡Tú no te preocupes! Aquí me aburro, esto me mantiene ocupada porque experimento con las especies. Soy mala para recordar las recetas que mi abuela le enseñó a mi madre. Si te sabe raro, ¡te aguantas! —Soltó una risotada que me recordó a cuando la conocí. También se sirvió un poco y se sentó en la mesa para acompañarme—. Y dime, ¿cuándo te vas a ir al pueblo? Porque vas a ir, ¿verdad?

—Mañana.

—¿Puedo irme contigo?

—Eso ni se pregunta. —Probé un buen bocado y comprobé una vez más que su comida sí sabía raro, pero no del tipo “raro” que desagrada, solo era distinta y ya.

—Quiero ir. Es que todavía no me acostumbro a estar lejos de mis papás. Además, Florencio quiere que le entregue unas cartas a mi padre, y de paso festejamos el cumpleaños de Amalia. —Levantó un dedo—. No olvides que cumple diecisiete.

Erlinda tenía la capacidad de cambiar su forma de hablar entre frases cortas. Podía hacerlo primero bajito y agudo para luego pasarla a más grave y casi gritar, y creo que no era consciente de ello. Con el paso de los días y la convivencia, me fui acostumbrando a su característico estilo.

—No me olvido —le respondí, pero creo que ella notó la congoja en mi expresión.

—¡Oh! —Llevó una mano sobre su pecho y liberó un soplido—. Perdóname, se me pasó que estás de luto. ¡Lo siento!

Tuve que sonreírle para que no creyera que me molestó. En realidad, mi pesar era por otra cuestión.

—Festejaré su cumpleaños, aunque solo seamos nosotros, como el año pasado.

Los dos suspiramos al mismo tiempo.

—Como el año pasado —dijo para sí.

Esa nostalgia regresaba y se colgó de mi espalda. Su hubiera podido volver el tiempo, me habría quedado en ese día de su cumpleaños, cuando cantó con su angelical voz, cuando éramos libres de amarnos.

Unos ruidosos pasos interrumpieron nuestro estupor.

Ermilio entró a la cocina con todo ese entusiasmo que mantenía casi siempre.

—Muero de hambre. —Bostezó de forma exagerada y después señaló la olla de comida—. ¿Puedo?

¡Tremendo descarado que era él!

—Adelante. —Ella hizo su silla para atrás para levantarse, pero Ermilio se lo impidió con un suave toque en el hombro.

—Sé servir un plato, quédese donde está, señora de Fernández.

Erlinda, con la boca medio abierta, regresó a su lugar.

Los tres seguimos conversando por un rato más, hasta que llegó la hora de ir a dormir. Teníamos un viaje largo que recorrer.

 

Salimos por la tarde porque las corridas del ferrocarril se suspendieron unas horas. Era como si todo conspirara para que no pudiera ver a mi amada.

Tomé la iniciativa de sentarnos frente a frente para que no compartiéramos asiento. Lo último que quería era que nuestra amistad se prestara a malas interpretaciones. Los chismosos siempre estaban a la orden del día.

—Bonitos zapatos —le dije cuando vi que llevaba puesto unos mocasines negros. Diferentes a lo que las muchachas del pueblo usaban.

—¿De verdad lo crees? —me preguntó emocionada—. Los vi y supe que los necesitaba. Aunque te confieso que son un poco incómodos al principio.

—Es que hay que domarlos, por la piel.

—Domarlos como a los hombres —susurró, pero fui capaz de escucharlo.

—¿Qué? —sonreí al preguntarle.




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