Cuestión de Perspectiva, Él (libro 1)

Te odio y te quiero - Parte 1

Caminé sin rumbo en el campo. Creo que perdí la noción del tiempo. Era incapaz de aceptar que el amor de mi vida me dejó plantado, que no fue, que me quedé esperándola.

Mis pies se movían por inercia. Las lágrimas no faltaron, pero esta vez se acompañaron de coraje.

«¿Por qué no fue honesta?», me quejé en voz alta mientras pateaba un tronco muerto. Así como ese tronco me sentía yo: de pie, pero podrido por dentro.

Tomé consciencia de que vagaba hasta que el hambre atacó.

No sé por qué, pero fui a la casa de mis padres. Yo quería ser de nuevo ese niño sensible que perdía las peleas, que evitaba los problemas, que se hacía a un lado cuando se atravesaba una riña. Quería ser ese niño que le lloraba a su madre para que lo sanara. Necesitaba que me sanara el corazón roto con el que cargaba.

No me importó que me vieran, de todos modos, la gente se enteraría de que regresé.

Toqué la puerta y fue mi hermano Gerónimo quien abrió.

—¿Vas a dejar que pase? —le pregunté hosco porque no se movía de la puerta. Supongo que no me reconoció al primer vistazo.

—Pásale. —Se hizo un lado sin decir más.

—¡Hijo! —escuché que mi madre gritó y la vi al fondo de la sala—. ¡Te extrañaba muchísimo!

Ella me abrazó, pero fue una breve unión porque vi a salir a mi padre y a mi tío Vicente de la biblioteca.

Mi padre caminaba raro, con una ligera inclinación hacia la derecha. Llevaba puesta ropa holgada de manta, tal vez porque era más práctica para poder moverse.

—¿Y tú qué haces aquí? —me dijo él con frialdad.

—Parece que no te da gusto verme. —Sabía bien que mi presencia le incomodó.

—Sí me da —respondió, pero fue poco convincente. Su mueca expresaba lo contrario—, solo que no te esperábamos. Se supone que estás muy ocupado con la cosa esa de la escuela.

—¿Por qué nadie me avisó de la pérdida del tío Celestino, y de que nació la hija de Tacho?

Hubo un breve silencio. Detrás contemplé la reacción del tío Vicente. Fue de verdadero desconsuelo.

Mi padre caminó despacio hacia mí, aunque cambió de idea y se detuvo antes de estar cara a cara.

—Pensé que no querías enterarte —continuó—. Ya que viniste, aprovecho para avisarte que tu hermano —refiriéndose a Gerónimo—, va a ir a la capital a revisar las cuentas del negocio.

¡Lo que me faltaba! Su desconfianza era tanta que necesitaba “supervisar” mi manera de llevar el negocio que me tocaba a mí. Gerónimo ya tenía su parte y me pareció una invasión difícil de ignorar.

—¿Por eso estás aquí? —me dirigí a mi hermano con voz firme—. ¿Quieres rapiñar lo que tanto he trabajado?

Gerónimo se mantuvo controlado y se acercó a mí. Otro en su lugar ya estaría defendiéndose a como diera lugar.

—¡Cálmate! —Colocó sus manos sobre mis hombros—. ¿Qué te pasó? —Su mirada que buscaba hacerme hablar se posó sobre mí como un cuervo carroñero—. ¿Te hicieron algo en el camino?

—¡Sí!, sí me pasa algo —reconocí sin más.

Escuché los rápidos pasos de mi madre que se acercó por detrás.

—Hijo, por Dios —sonó asustada—, ¿qué tienes?

Tocaba ser honesto. Decir la verdad por fin, a pesar de la desaprobación, restricciones y la imperdonable desobediencia.

Respiré profundo y me preparé para lo que venía.

—He venido con toda la intensión de llevarme a Amalia Bautista —lo solté y sentí que parte del peso en mi espalda caía. Los observé uno a uno. En mi padre vi la incredulidad, en mi madre la creciente preocupación y en Gerónimo la confirmación de sus sospechas. Mi tío Vicente solo se hizo a un lado—. No teman, ella me rechazó.

Mi madre se llevó las manos a la boca para tapárselas.

—Entonces los chismes son ciertos —intervino mi padre. Luego se dirigió a mamá—. ¡Ves! —Manoteó—. Y tanto que lo defendías.

Sabía que era necesario quedarme callado, que una vez liberado el toro debía esperar la tremenda reprimenda, ¡pero no!, no lo hice. Ya no quería guardarme nada. Mi boca se abrió porque las palabras quemaban por las ansias de salir:

—Si no hubiera sido por tus absurdos problemas, ya la tendría como esposa. Yo no tenía por qué pagar por tus errores, pero los pagué, y los sigo pagando —se lo decía solo a mi padre. Todo lo demás desapareció y solo quedamos él y yo. Mis ojos se mojaron por el llanto que luchaba por detener, pero fui incapaz de parar lo que siguió—-: Te odio por eso —finalicé entre dientes.

Si se pudiera oír un corazón quebrarse, seguro todos habríamos escuchado el de mi padre. Aquellas palabras le calaron hondo, lo lastimaron.

No advertí lo que venía, no vi en qué momento él llegó a mí. Pero la palma de su mano impactó fuerte sobre mi mejilla y provocó que ladeara la cabeza.

—¡Qué no se te olvide a quién le hablas! —Me apuntó cerca de la nariz. Su voz sonó quebrada cuando lo dijo—. Todo por una convenenciera que se va a entregar a un Carrillo, si no es que ya se entregó.




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