Sin ser invitado, Ciro caminó hacia nosotros, secundado de sus amigos. Fui directo a su cinturón y vi que colgaba un revólver. Chito también iba armado.
—Aquí no quiero sus desmadres —gritó don Mencho—. ¡Afuera!
Supongo que el cantinero se dio cuenta de lo inconveniente que era tener a dos familiares de enemigos jurados dentro de su pequeño establecimiento. Incluso vi a los dos meseros irse para la parte donde servían la cerveza.
—¡Ey, respete a su general! —amenazó Chito.
—Lo respeto, pero no quiero sus desmadres en mi negocio.
—Calmado, don Mencho. Solo vamos a platicar —dijo Ciro, sonriente, y se volteó para ver a sus acompañantes—. ¿Verdad, amigos?
Ellos rieron.
—Sí, sí —añadió Chito, indiferente—. Solo una platicadita. —En su cara brilló la maldad; esa que es de temer.
Rogelio continuó bebiendo su cerveza como si nada pasara.
Filemón seguía aturdido y sus pies comenzaron a moverse por los nervios.
A pasos seguros, Ciro llegó hasta la mesa y se quedó de pie, justo frente a Rogelio.
Por su parte, Chito se sentó en otra mesa de cara a nosotros, sacó su gran revólver y lo puso despacio sobre la madera. Sus dos acompañantes ocuparon las sillas a los lados.
Agradecí la terquedad de mi hermano de siempre salir armados. Incluso colé la mano hacia la mía por si era urgente sacarla.
—Como les decía —siguió Ciro, apuntándonos de forma burlona—, aquí anda el cornudo del pueblo. —Se quedó viéndome e hizo una mueca de lástima—. Pensamos que ya no regresarías por estos pobres rumbos, con eso de que eres todo un señorito de ciudad. Debes estar bien dolido por lo que hizo —lo último lo dijo como si me diera el pésame.
Sus palabras no hicieron eco en mí porque, después de todo, Amalia y yo ya no teníamos una relación.
En otros tiempos habría tenido terror ante la situación, pero después de tanto, ese terror desapareció.
No sé por qué, pero mi hermano se notaba demasiado relajado, hasta le dio un trago grande a la cerveza y se la terminó. Luego dejó caer el vaso con fuerza.
Yo no hice ningún comentario. Sentí que seguirle el juego era desperdiciar el tiempo.
—Según supe, Ciro —le respondió firme Rogelio—, el cornudo aquí eres tú.
A Ciro sí que le ardió aquello. Lo confirmé por cómo se le descompuso el semblante.
—¡Sh, sh! —Llevó a prisa un dedo a su boca—. A mí ni me interesaba esa zorrita. Nomás porque su papi me rogó para que dijera que sí. —Colocó ambas manos sobre nuestra mesa. Estaba tan cerca que lo consideré un tremendo atrevimiento. Su aliento a alcohol fue evidente en cuanto abrió la boca—. Pero no, seguro ya está bien abierta de tantos hombres que se la han cogido, incluido don Cornudo. —Volteó a verme con esa expresión que destilaba mofa—. ¿O a poco no te la chingaste? —Resopló con una sonrisa—. Pero va a regresar, y cuando lo haga haré que se hinque. —Su vista no se apartaba de mí—. ¿Y sabes qué voy a hacerle? Me la voy a coger una y otra y otra vez, hasta que se le olvide esa cara de pendejo que te cargas.
Fue inevitable imaginar a mi amada en brazos de otro, pero no fue Ciro a quien visualicé, sino una sombra, a aquel hombre sin rostro que disfrutaba lo que yo jamás toqué.
—Mejor cállate y déjanos en paz —le dije lo más tranquilo que pude.
—Sí, Ciro, estamos tomando sin molestar a nadie —añadió Filemón, más conciliador—. Haz lo mismo tú también.
—La lavandera del pueblo sí habla —respondió Ciro. En sus mejillas morenas corrió el rubor del coraje, pero sé que intentó calmarse, respiró, y continuó con su molesta interrupción—: Si nada más vine a hacerles una preguntita.
—Dila y luego te apartas de nuestra mesa —advirtió mi hermano. Sonó desafiante y hasta a mí me erizó la piel.
—Tardé mucho tiempo para poder hacerla —Ciro cambió la forma de hablarnos. Se escuchó más concentrado en lo que iba a decir—, así que quiero que respondan con la verdad.
Volteé a ver a Filemón; estaba con la vista fija en nuestro interrogador. Luego fui a mi hermano; él, por su parte, parecía que ya sabía lo que venía.
—Si hay tanto misterio, debe ser importante —dijo Rogelio, despreocupado.
—¡Es importante! —Quiero saber quién mató a mi padre.
En ese instante tuve recuerdos de infancia involuntarios. Ciro Carrillo fue un niño introvertido que cumplía con sus tareas y era respetuoso con sus padres; al menos eso fue lo que pude ver el tiempo que estuvo en la escuela primaria. Comía solo y apenas y le hablaba a un compañero o dos. Cuando llegó a la adolescencia fue que cambió. Dicen que una vez lo vieron torturando a un borrego antes de llevarlo al matadero, otros cuentan que le gustaba ahogar gatos. Fuera como fuera, se convirtió en un adulto difícil de descifrar.
—¿Y por qué crees que nosotros sabemos? —le pregunté sin perderlo de vista. Quería saber para dónde se dirigían sus intenciones.
Él ni siquiera lo pensó y respondió:
—Estoy seguro de que fue un Quiroga quien le disparó. —Volteó a ver a mi hermano, y luego a mí—. Solo que no sé cuál de todos fue.
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Editado: 14.09.2024