Justo como supuse, la boda era una de las grandes, con cientos de invitados, generosa comida y bebida, y músicos que ambientaban.
Para el primer baile de los recién casados, cantó una señora una romántica canción. Su voz era parecida a la voz de la mujer que buscaba olvidar; o eso fue lo que me pareció. Tuve que concentrarme en los detalles de la fiesta para poder ignorar lo que insistía en volver.
Después de la conmovedora ceremonia, Ermilio y su nueva esposa, una mujer que parecía de menos de veinte años, con piel oliva, cabello negro lacio y, al menos lo que dejaba ver su pomposo vestido blanco, con un cuerpo ni delgado ni obeso, recorrieron las mesas para saludar y compartir un rato con sus invitados.
Mi amigo sonreía sin tapujos y por ratos lo observaba para comprobar si se trataba de una sonrisa fingida o una real.
Luego de una hora, tocó nuestro turno.
—Mi esposa —Sostuvo cariñoso su mano cuando nos la presentó—: Concepción Alvarado.
Más tarde me enteré que los Alvarado eran petroleros. Desde que el control del petróleo regresó a ser del país, su familia se volvió adinerada.
«Nada perdido este canijo», pensé sobre Ermilio.
Miranda se levantó para abrazar a la novia, aunque no la conocía. Daniel y compañía solo le dieron la mano. Yo quedé hasta atrás.
—Dígame Conchita —pidió sonriente.
Ermilio se dirigió a mí.
—Él es mi amigazo el ingeniero Esteban Quiroga —le dijo a Conchita.
Yo me abrí paso entre las sillas.
—¡Oh, sí! —Se apresuró a darme la mano—. Me han hablado mucho de usted. Conozco una que otra aventura que tuvieron juntos.
A mi mente llegó el recuerdo en el que su esposo trató de animarme llevándome al burdel.
—Juntos, pero no revueltos —se me salió decir.
Los presentes rieron porque creyeron que bromeaba.
La pareja estuvo conversando con nosotros unos minutos, y antes de irse a la siguiente mesa, Ermilio se me acercó.
—De nuevo gracias por venir. —Me dio una palmada en la espalda—. Pensé que por lo que pasó… —Arrugó la frente, hundió los hombros y calló.
Comprendí lo que quería decirme.
—Lo prometido es deuda —añadí solemne.
Mi buen amigo se acercó todavía más a mí con el objetivo de hablarme en confianza.
—Ya vi que andas muy pegadito con Mirandita. ¿Ya picó el anzuelo?
Reí un poco porque su curiosidad lo superaba.
—En eso estoy —susurré también.
—¡Me siento tan orgulloso! —Hizo una mueca como si fuera a llorar y volvió a darme una palmada en la espalda. Antes de alcanzar a su esposa, agregó—: Oye, tal vez vaya por tus rumbos en dos o tres meses. Mis suegros están ofreciéndome un negocio por allá y quiero ir a revisar cómo está la cosa. A lo mejor hasta a ti te interesa también.
La idea me pareció excelente. Un nuevo negocio era lo que más necesitaba en esos tiempos complicados en los que el dinero lo teníamos que cuidar de más.
—Pues si vas, no dudes en ir a visitarme. Te dejaré la dirección. —Toqué mi pecho—. Tu casa es mi casa.
—Hecho. Me voy porque si no, me cuelgan. —Giró a ver a su mujer.
Nos dimos un fuerte apretón y ahí confirmé que su sonrisa era auténtica. Él de verdad estaba enamorado. La pregunta que me hice fue: «¿en qué momento sucedió?».
La noche siguió tan animada que se antojaba gozarla al máximo.
—Sí que se saben divertir —comentó Miranda cuando el baile se encontraba en su apogeo.
Ella se quedó conmigo en la mesa, haciéndome compañía, mientras su hermano bailaba.
—Sé que me dijiste que estarías solo un rato y que te irías a dormir temprano, así que pienso aprovecharte. —Jaló de mi brazo para levantarme y me llevó hasta una parte alejada del patio donde había una bonita banca blanca de madera. Ahí se sentó y me invitó a su lado.
Atrás se escuchaba que corría un riachuelo, y el olor del pasto húmedo me reconfortó.
Agradecí tener puesto el suéter que mamá insistió que llevara. Miranda, por su parte, usaba un pesado abrigo de piel color café que le llegaba hasta las pantorrillas.
—Yo no voy a bailar, pero tú sí puedes. —Dirigí la vista hacia la parte donde la banda tocaba—. Seguro más de uno te querría de compañera.
—¿Estás corriéndome? —preguntó sorprendida.
—¡No, no, por supuesto que no! —me apresuré a aclararle. Lo que menos buscaba era ofenderla—. La verdad es que no me gusta que te quedes solo viendo cómo se la pasan bien los demás.
Ella sonrió enternecida y se aferró a mi brazo.
—Estoy pasándola muy bien justo ahora.
Reposó su cabeza sobre mí espalda. Tenerla así de cerca, en la oscuridad del patio y con la algarabía a lo lejos, despertó mis deseos más privados.
—Me gustaría hacerte una pregunta —le dije después de un rato en el que estuvimos en silencio—, pero si te parece atrevida, no me respondas.
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Editado: 14.09.2024