Cuestión de Perspectiva, Ella (libro 2)

Veinte años

Existen vivencias que quedan marcadas en tu vida, como hierro al rojo vivo que quema el corazón, eso lo sé muy bien. Son marcas que no se olvidan, aunque las quieras ocultar. Aunque pretendas que no existen, permanecen, y ellas a veces vuelven.

Recuerdo bien que era temprano y estaba bebiendo agua fría en la cocina de mi casa. Hacía un calor insoportable por ser mayo, el peor mes del año en la pequeña ciudad donde vivía.

Tocaron en la puerta de atrás, la que tenía justo a unos pasos, y la abrí con pocas ganas de atender a quien fuera. Mis hijos no se encontraban, era mi momento especial en el que no tenía decenas de preguntas sobre dónde estaba esto, aquello, o qué había de comer…

—¿Qué haces aquí? —le pregunté a Nicolás, irritada por su inesperada visita —. Es mi día libre. ¿Quisieras dejarme en paz en los pocos ratos que tengo?

Él me ignoró y se sentó confiado en una de las sillas de la mesa.

En serio estaba harta de que llegara cuando quisiera al que fue nuestro hogar. Ya no vivía allí, pero se empeñaba en hacerse notar.

Parecía divertido y, sin pedir permiso, sacó la botella de mezcal de la vitrina. En un tequilero que también tomó sirvió un trago.

—Dicen que para todo mal, mezcal. —Dejó el vasito sobre la mesa—, y para todo bien, también.

Alcé las cejas.

—¿No te parece que es muy temprano para que andes de borracho?

Pero él se empeñaba en lucir animoso. Por eso me dieron ganas de golpearlo, para quitarle la expresión de fanfarrón.

—No es para mí —dijo, observando el líquido blanquizco.

De pronto, presentí que llevaba consigo noticias y comencé a preocuparme. Él sabía que yo bebía mezcal cuando me enteraba de cosas difíciles de procesar.

Me levanté de la silla y recargué el cuerpo en la madera para hablarle firme:

—¿Qué tienes que decir?

—Primero, vuelve a sentarte.

Ignoré su petición.

—¡Ya! —le exigí—. ¡Dime de una buena vez!

Nicolás esperó un instante para proseguir. Sabía bien que lo hacía con el objetivo de molestarme.

—Se trata de Constanza —respondió serio.

Escuchar el nombre de nuestra hija me puso en alerta.

—¿Qué le pasó? —me apresuré a cuestionarlo—. Por Dios, ¡ya dímelo!

Varias ideas pasaron por mi mente, desde que se ganó un reporte en la escuela, o que su camión tuvo un accidente. Hasta la imaginé malherida y hospitalizada.

—Con la novedad de que la niña tiene novio.

Estuve a punto de correrlo por haberme mortificado de esa manera, pero me detuve.

—¿Y esa es la noticia? —Carraspeé—. Tiene dieciocho años, tampoco es que sea un pecado. Lo que si es que tenemos que saber con quién anda.

Mi hija Constanza, la tercera de cinco, tenía unos meses estudiando la universidad en la capital del país. Eligió irse para allá en cuanto supo que se ganó un lugar en la casa máxima de estudios; un espacio difícil de conseguir, por eso le dimos permiso de irse.

Antes de mudarse, ella no tuvo ningún novio formal, al menos no durante la preparatoria, ni siquiera un pretendiente que le conociera. A diferencia de sus dos hermanas mayores, Constanza era más cuidadosa a la hora de tomar sus decisiones, por eso la vigilaba menos. Quizá fue un terrible error de mi parte.

—Para eso es esto. —Con un dedo empujó hacia mí el tequilero.

—Pues ¿qué te traes? —La confusión me invadió—. ¿Es que anda con un viejo? ¿O por qué lo necesito? —Abrí más los ojos y tapé mi boca—. ¡No me digas que está embarazada!

Nicolás esbozó una media sonrisa, pero también negó.

—No, no es viejo, ni está embarazada. —Hizo una mueca con los labios—. Si te soy sincero, su novio me cayó muy bien. Es un muchachillo simpático.

Me dolió saber que no fui la primera persona a la que mi hija recurría para contarle sobre su reciente relación, pero eso no se lo iba a decir a su padre.

—Entonces, ¿cuál es el problema? —Solté un breve resoplido al mismo tiempo que fingía desinterés—. Si tú ya tuviste el gusto de conocerlo y yo no, quiero suponer que sabes sobre él. Eres su padre, tienes la obligación de interrogarlo. ¿O es que te vienes a burlar porque no me lo presentó primero a mí?

A pesar de lo que le dije, Nicolás se mantuvo sereno.

—Nada más quería ver tu cara cuando lo supieras.

—Pues vela. —Me señalé—. Está entera.

Él alzó su mano con la palma hacia mí.

—Es que todavía no te digo todo.

—Soy toda oídos, querido —soné sarcástica.

—¡Constanza! —gritó hacia la puerta—, puedes entrar. Tu madre no va a matarte.

A través del cristal de la ventana, reconocí a mi hija. Ella era delgada, tal como lo fui yo en mis tiempos de juventud, de piel más clara que la mía y de cabello oscuro.

A leguas se le notaba el nerviosismo del que estaba siendo víctima.




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