Después de clases, Leo fue directo al hospital. No era lo que más quería hacer un viernes, pero había hecho una promesa, y si algo lo sacaba de quicio, era quedar como alguien que no cumple su palabra.
Por suerte, Cris había entretenido bastante a Alice con sus peleas sin sentido, lo justo para mantenerla lejos del tema del accidente. Pero Leo sabía que eso no iba a durar. Su hermana era demasiado curiosa… y demasiado intensa.
Suspiró apenas entró al garaje del hospital. Caminó por los pasillos largos con su uniforme de educación física todavía puesto. Había pensado en cambiarse, pero prefirió terminar con eso de una vez. Cuanto antes, mejor.
Cuando llegó al cuarto, la vio. Andy estaba hecha bolita sobre la camilla, con el rostro pálido y el flequillo pegado a la frente. Llevaba un pijama de Stitch que, por alguna razón, la hacía ver aún más chiquita. Su cabello castaño rojizo estaba recogido en una especie de moño improvisado, medio torcido. Leo se quedó un momento en la entrada, sin decir nada. Ella miraba una película infantil con los ojos fijos, pero sin expresión. Y eso… eso le dio un poco de risa.
Tocó la puerta con los nudillos, suave.
Andy apenas giró el rostro.
—¿Qué haces aquí? —murmuró con una voz nasal y bajita que sonaba más cansada que molesta.
Leo entró despacio, observando el cuarto lleno de maletas, frascos de medicamentos, mantas. Todo se sentía más serio de lo que esperaba. Cerró los ojos un segundo. Todo eso había empezado con un idiota al volante… y con él prestando el carro.
—Te prometí que venía, ¿no? —dijo con un intento de sonrisa. La voz le salió un poco nerviosa, con algún gallito incluido—. Sé que debes tener mil razones para insultarme, pero yo… aunque me cueste, siempre cumplo lo que prometo.
Andy cerró los ojos otra vez. La cabeza le latía fuerte, como si tuviera una presión interna imposible de frenar. Respiraba y no era suficiente. Sentía calor y frío al mismo tiempo. Solo quería dormir. Y sí, el chico estaba guapo… pero eso no cambiaba nada.
Leo la observaba con atención. Aunque no la conocía bien, sabía que no se veía bien. No como el día anterior.
En ese momento, Mara entró al cuarto apurada, hablando por teléfono. Llevaba una chompa grande, el rostro agotado y el cabello recogido como podía. Ni siquiera notó que Leo estaba ahí.
—No sé, Marcela, me dijeron que cuesta cuatrocientos cincuenta cada pinta… —iba de un lado a otro, nerviosa, sin dejar de hablar.
Leo la siguió con la mirada desde el lado de la cama. Andy seguía ahí, sin moverse, con la respiración entrecortada.
—¡Ya sé! —soltó de pronto, frustrada—. Pero esta niña tampoco come bien, está con una anemia horrible… —la voz le tembló apenas—. Y Paul no contesta, y eso tampoco le ayuda a ella… —asintió a lo que le decían del otro lado—. Ok, sí. Yo estoy acá, déjame ver qué hago.
Colgó y se frotó el rostro con ambas manos, como si necesitara arrancarse el cansancio.
Leo tragó saliva. Todo era peor de lo que había pensado.
—Buenas tardes —dijo en voz baja, tratando de sonar tranquilo.
Mara pegó un brinquito del susto.
—¡Ay, por Dios! —llevó una mano al pecho—. No te había visto… —soltó una pequeña risa, aliviada—. Buenas tardes, hijo. No esperaba que vinieras hoy.
Leo bajó la mirada. Se mordió el labio con fuerza. La culpa se le metía en el estómago.
Señaló con un gesto leve hacia Andy.
—¿Qué pasó?
Mara suspiró largo, inflando las mejillas antes de hablar.
—Ayer no estaba así —dijo en voz baja—. Apenas y me habló.
—¿Es por el accidente?
—En parte —se acomodó el cabello detrás de la oreja—. Ya tenía anemia. Pero ahora está más baja que nunca. Y su tipo de sangre es complicado. En el hospital no tienen… estamos viendo cómo conseguir.
Leo asintió, entendiendo al instante. Había escuchado mil veces historias parecidas en la clínica de su papá.
Volvió a mirar a Andy. Tan pálida. Tan frágil.
—¿Qué tipo de sangre es?
Mara se le quedó viendo, algo sorprendida por su seriedad.
—O negativo.
Leo alzó las cejas y rodó los ojos, aliviado. Sonrió apenas.
—Mi hermana y yo también.
Mara se quedó en silencio por un segundo. Y luego soltó una risita ahogada, como si se le hubiera destrabado el pecho.
—¿En serio? —los ojos se le llenaron de alivio—. Pareces bajado del mismísimo cielo —se acercó y le tomó la mano—. Encima de guapo, amable y resolutivo.
Leo se sonrojó. Claramente ya le había caído bien a la señora.
Pero entonces, una vocecita interrumpió el momento.
—Mamá, deja de avergonzarme… —se escuchó bajito, arrastrando las palabras—. Señor conocido… no estoy en condiciones. Hablamos más tarde, ¿sí?
Se giró apenas en la cama, escondiéndose un poco más entre las mantas.
Leo la miró, entre sorprendido y divertido. Y sonrió bajito.
Más tarde, Leo ya había donado una pinta de sangre. Andy necesitaba dos.
Cris, como era de esperarse, fue descartado de inmediato. No solo por razones médicas, sino también por su historial gloriosamente irresponsable. Así que no quedó otra que llamar a Alice.
Obvio, no le dijeron que el que había provocado el accidente fue Cris. Le dijeron que había sido Leo. Porque si Alice se enteraba de la verdad, iba a encontrar la forma de cobrárselo. Y todos, absolutamente todos, lo sabían.
Leo, como siempre, estaba en modo protector. Se mantenía en cuclillas frente a su hermanita, que ahora descansaba con una aguja en el brazo, acostada sobre una camilla y tomando un juguito de naranja con total dignidad. Su carita era la de siempre: esa mezcla entre princesa mimada y niña heroica.
—¿Todo bien? —le preguntó en voz baja, aunque la tensión en su mandíbula lo delataba. Había firmado él mismo la autorización para que Alice donara. Estaba preocupado, aunque no lo dijera.
—¿Te sientes mareada? ¿Alguna náusea? —le apretó suavemente la mano.
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Editado: 03.06.2025