Cuidala bien

Parte 1 - capitulo 5 Amiguitos

Ese día había sido agotador. Y ni siquiera tenía sentido que lo fuera. Se suponía que estaba enferma, débil, convaleciente en un hospital a kilómetros de cualquier cosa que alguna vez pudo llamar “hogar”. Pero no. En vez de eso, había dejado que un extraño —uno que apenas conocía desde hacía dos días, uno que técnicamente fue la causa de su accidente— la besara.

Bueno. Casi la causa. Y casi un desconocido.

Suspiró. Frente a ella, el ventanal inmenso del pasillo dejaba ver una avenida tapizada de autos y luces. No miraba nada en particular. No sentía nada en especial. Tenía el estómago lleno de inquilinos con patas, la pierna gritando por la fractura, el brazo todo hinchado por los sueros que se tapaban cada dos por tres, y los párpados que le pesaban como si hubieran corrido una maratón sin avisarle.

Había pedido que la sacaran a pasear justo a esa hora. Con precisión quirúrgica. Justo cuando él solía aparecerse por su cuarto. Porque no quería verlo. No quería. ¿Había sido clara? Clarísima.

Nada de besos.

Nada de cargarla.

Nada de ojos verdes mirándola como si fuera de cristal.

Desde que tenía once —o doce, tal vez— y vio a su mamá llorar por su papá una y otra vez, se había prometido que no iba a repetir la historia. No iba a llorar por un hombre. No iba a romperse por nadie. Hombre no era gente. Y el suyo había sido el peor. Las veces que las dejó en la calle porque su mamá no quiso perdonarle otra infidelidad no entraban en una hoja A4. Y no solo rompía el corazón de su mamá… también el de ella. Porque hubo un millón de veces en las que, estúpidamente, pensó que él iba a cambiar. Que podía hacerlo por ella. Por su hija.

Spoiler: no lo hizo.

Desde entonces, cada vez que algún chico se le acercaba, ella huía. Literalmente. Era una corredora olímpica en detectar señales y escapar. Y ahora… estaba haciendo lo mismo. Con Leo.

Sabía que venía. Lo sentía. Probablemente ya estaba en el hospital, caminando por los pasillos como si nada, preguntando por ella con esa sonrisa absurda. Por eso estaba ahí, con el enfermero empujándola como si de verdad tuviera ganas de estirar las piernas.

Mentira. Solo quería esconderse.

No entendía qué carajos le había pasado. Ni cómo demonios su primer beso había terminado así: en brazos, con una pierna rota, con ganas de hacer pis. Ridículo. Todo era ridículo. Pero el beso… el beso había sido dulce. Demasiado dulce. Y eso lo hacía peor.

Desde que lo vio por primera vez, hubo algo en él que le resultó familiar. En su forma de hablar, de mirar. Como si ya lo conociera de otra vida. Y eso la aterraba. Porque si realmente lo conocía, sabía que iba a doler.

Si al menos no se hubieran mudado hace dos meses. Si al menos tuviera una amiga, una sola persona de confianza, le pediría que la saque del hospital y la esconda en el baúl del auto. Pero no. Ahí estaba. Rodando por los pasillos. Como una presa sin bosque.

—Tiene que hacer terapias. Es hora de volver al cuarto —le dijo el enfermero.

Perfecto. Justo lo que necesitaba. Enfrentarse a Leo después del beso en el baño. Como si no fuera suficiente con sentirse ridícula, incómoda y… ¿sucia?

No. No era sucia. No había pasado nada malo. Solo había sido un beso. Un beso suave. Inesperado. Casi inocente.

Y justo cuando sus pensamientos la estaban empujando a un pozo sin fondo, lo vio.

Ahí estaba.

En la sala de espera. Sentado. Tranquilo. Hablando con su mamá como si fueran amigos. Como si fuera normal. Y al lado suyo… un peluche gigante de Stitch. Un ramo de flores. Un globo azul que decía “Recupérate pronto”.

No, no, no.

El aire se le fue. Así. De golpe. Tosió. Tosió de nuevo. Y otra vez. No podía respirar.

¿Qué carajos le pasaba?

Tomó los mandos de su silla con las manos vendadas y giró. Giró con fuerza. Lo más rápido que pudo. Ni siquiera sabía manejar bien esa cosa, pero no importaba. Tenía que alejarse.

Leo se paró.

La vio.

Y comenzó a caminar hacia ella. Pasos decididos. Sonaban fuerte sobre el piso blanco y pulido. Cada uno más cerca. Cada uno más inevitable.

Ella apretó los labios, aceleró lo que pudo, ignorando el tirón en el brazo.

Solo quería desaparecer.

Pero no funcionó.

—Me parece que tenemos que hablar —susurró él, justo detrás de ella.

Andy se congeló.

Vestía un vestido de tiras azul, suavecito, de esos que se sienten como una sábana recién lavada. Llevaba una cinta a juego en la cabeza, medio torcida, pero linda. El color le resaltaba la piel clarita, como de porcelana, y los ojos. Esos ojos enormes que ahora esquivaban a Leo con torpeza. No lo miró directo. Apenas de reojo. La voz le tembló.

—Mirá… dejemos las cosas ahí. No voy a denunciar a nadie ni nada. ¿Ok?

Leo sonrió, sereno. Caminó hasta su silla y la giró suavemente hacia el pasillo. Ella quiso frenarlo, pero él ni se inmutó. Seguía con esa voz tranquila que la sacaba de quicio porque era demasiado… eso. Tranquila.

—Es la hora de tu terapia. Si te la salteás, no te van a dejar salir nunca de acá.

Andy lo miró con el ceño fruncido. Había algo raro en su tono. Como si estuviera hablando de otra cosa. Entonces lo vio. El libro. Su libro. El que ella leía cada noche desde que la internaron. Él lo tenía en la mano.

¿Estaba… leyéndolo?

Sin querer, se le escapó una sonrisita. Rápida. Casi imperceptible. Después se la borró. Se retó mentalmente. No. Basta. Concentrate, idiota.

—Mirá… lo de ayer… —balbuceó, bajito, como si tuviera miedo de escuchar su propia voz.

Leo frenó. A unos metros, su mamá la esperaba con un ramo de flores, un peluche gigante de Stitch y un globo azul que decía “Recupérate pronto”. Todo muy ridículo. Todo muy… demasiado.

Él se acuclilló frente a ella. Sus manos rozaron las suyas sobre el apoya brazos. Ella se quedó quieta. Rígida. Como si no supiera si moverse o desaparecer.




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