Ahí estaba.
De pie.
Temblando.
Con el corazón desbocado, golpeándole las costillas como si quisiera escapar de su pecho. Pero no era emoción. No era amor.
Era terror.
Todo dentro de ella se sentía mal. Dañado. Como si algo invisible estuviera destruyéndola por dentro, golpe a golpe. Cada paso que daba hacia esa sala helada del hospital era más pesado que el anterior. Como si sus pies ya supieran lo que su mente se negaba a aceptar.
Un pitido agudo sonaba desde alguna parte. Incesante. Cortante.
Y el olor...
Ese olor a desinfectante mezclado con metal, con medicamentos estancados en el aire, le revolvía el estómago. Era el mismo olor que tenía el cuarto donde lo había dejado hacía solo treinta minutos.
Treinta. Malditos. Minutos.
Había salido sonriendo. Leo la había despedido con una de esas miradas suyas que le hablaban sin palabras. “Ve tranquila”, le había dicho. Le había besado la frente, como siempre, y le guiñó el ojo.
Todo estaba bien. Todo iba a estar bien.
Y ahora… ahora estaba Cris.
Parado en la entrada del cuarto de Leo.
Quieto.
Blanco como una sábana. Los ojos vidriosos, el pecho subiendo y bajando como si se estuviera ahogando. No decía nada. Pero su cara… su cara no anunciaba nada bueno.
Sus labios estaban apretados, partidos. Las manos, temblorosas. La mandíbula le vibraba de tanto contener el llanto.
Andy quiso hablar. Preguntar. Exigir respuestas. Pero su voz no salió. Solo un leve temblor en los labios, una pregunta sin sonido.
Y entonces lo escuchó.
Los pasos apurados.
El rechinar de las ruedas.
El chirrido metálico del carrito de electrochoques saliendo del cuarto.
El mundo se detuvo.
Sintió cómo su estómago se contraía y el suelo parecía inclinarse debajo de sus pies. Una ola de frío le recorrió la espalda y la piel se le erizó. El aire le supo a óxido, a hospital, a miedo.
Su presión bajó de golpe.
Le zumbaban los oídos.
La garganta se le cerró.
Miró a Cris, buscando desesperadamente alguna señal. Una sonrisa. Un “todo está bien”. Una mentira. Algo.
Pero él solo bajó la mirada y negó con la cabeza, lentamente, como si eso le rompiera cada hueso del cuerpo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. No intentó ocultarlas.
Y Andy… Andy sintió que algo dentro de ella se quebraba en mil pedazos.
Algo que jamás volvería a armarse.
No. No podía ser.
Se negó.
Retrocedió un paso.
Después otro.
Pero entonces lo vio.
Una camilla.
Ruedas rápidas.
Cuerpos moviéndose alrededor.
Y al centro, tapado con una sábana blanca, ese cuerpo.
Ese cuerpo que ella conocía mejor que el suyo.
Sintió como si le arrancaran algo del pecho.
Como si le apagaran el alma de un golpe.
La boca se le secó.
Los dedos le temblaban.
Y su corazón, ese que hace unos minutos latía por amor, ahora latía por desesperación.
Por negación.
—¡No... no puede ser! —quiso gritar. Pero la voz se le quebró antes de salir.
Todo era un maldito error.
Leo salía en dos días.
¡Dos días!
Iban a mudarse juntos, a dormir abrazados cada noche.
Iban a desayunar panqueques con fruta, ver películas hasta tarde, pelearse por tonterías, hacer el amor en cada rincón.
¡Tenían planes!
¡Tenían una vida!
Y ahora… ahora había una sábana blanca sobre el cuerpo del hombre que la había mirado con amor esa misma mañana.
Un chillido desgarrador la sacó de su parálisis.
—¡NNOOOOOO! —era Alice.
Su amiga.
Su cuñada.
Su hermana.
Se abalanzaba sobre la camilla, los ojos enloquecidos, las manos intentando arrancar la sábana. Cris la sostenía como podía mientras ella gritaba, pateaba, rasguñaba, se desmoronaba.
Andy no podía moverse.
La veía como si estuviera detrás de un vidrio, lejos.
Sus propias piernas no le respondían.
Quería gritar. Quería llorar. Quería romperlo todo.
Pero nada salía.
Era como si lo que había dentro de su cuerpo… ya no estuviera.
Como si su alma se hubiera ido junto con él.
Vio a los enfermeros sujetar a Alice.
Vio a Cris con el rostro empapado en lágrimas, rogando que no se hiciera daño.
Y en un instante, cuando todo pareció calmarse por un segundo, entendió que el cuerpo ya no estaba.
Ya no estaba.
Se lo habían llevado.
El mundo giró.
El aire desapareció.
Todo se volvió borroso.
El pecho le dolía tanto que no sabía si era físico o emocional.
Las manos le sudaban.
Las rodillas le temblaban.
Le zumbaban los oídos.
Y entonces… todo se volvió negro.
Despertó envuelta en un silencio espeso, como si el mundo estuviera bajo el agua.
Los párpados le pesaban. La luz blanca del techo la enceguecía. Todo era borroso, punzante, irreal.
Una figura con bata blanca le hablaba, pero las palabras eran solo ruido. Como un zumbido lejano.
Andy no entendía nada.
Ni podía.
Ni quería.
Intentó mover los labios, formar una frase, preguntar… pero no salió ningún sonido. Solo un quejido roto que no era voz.
Su garganta ardía.
Su pecho también.
Todo dolía.
Y entonces la vio.
Su mamá.
Ese cabello chocolate, tan parecido al suyo.
Esa piel clara, esa forma de sostener la cara con ambas manos cuando no sabía qué hacer.
Estaba ahí. Llorando.
Las lágrimas bajaban por sus mejillas sin pausa. El rostro le temblaba.
Andy apenas pudo distinguirla, porque todo era agua. Agua en sus ojos. Agua en su mente. Agua en su alma.
Sollozos.
Eso era lo único que podía hacer.
Ni hablar.
Ni moverse.
Solo llorar.
Solo temblar.
Tres años.
Tres años desde que Leo había irrumpido en su vida como una estrella fugaz.
Tres años desde que se miraron por primera vez y ella pensó, sin querer, "Es él."
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Editado: 03.06.2025