Cuidala bien

Pasado - 16 de agosto del 2019- Comienzo Accidentado

Leonardo Santiestevan caminaba de un lado a otro, el vaso de whisky apretado en la mano, el celular pegado al oído.

Pitido.

Pitido.

Pitido.

Nada.

Ni un maldito mensaje.

Ni una llamada de vuelta.

Cris no contestaba. Y para colmo, no tenía ni idea con quién demonios se había ido esta vez.

Se pasó la mano por el cabello lacio y corto, algo estresado.

—¿Por qué mierda se me ocurrió prestarle el carro? —murmuró.

Desde que había cumplido los 18 años y sus papás le regalaron el auto, se lo prestaba a Cris, su mejor amigo de 17, para que saliera a pasear con alguna chica o simplemente se escapara por ahí... claro, sin que sus padres, su mamá o su hermanita menor, Alice, de 16, se enteraran.

Respiró hondo, sintiendo esa bola de frustración inflarse en su pecho.

Sus ojos verdes de pestañas largas se centraron en el reloj:5:30 p.m.

Sus cejas negras y tupidas se fruncieron.

Cris debía haber llegado hace media hora.

La casa de Sebastián, su amigo del colegio, era tan grande que su eco lo hacía sentirse aún más desesperado: techos altos, tres pisos, sofás de cuero negro, una mesa de billar en la esquina, puertas corredizas que daban a una piscina iluminada por luces azuladas.

El aroma a madera pulida y whisky flotaba en el aire como si todo fuera una escena lenta de película... menos él.

—¿Ocurre algo? —preguntó Sebastián desde el sofá, relajado, copa en mano, como si Leo no estuviera a dos segundos de explotar.

Leo se pasó la mano por el cabello, apretando los labios, mirando a todos lados, preocupado, nervioso. Ese día aún llevaba el uniforme del colegio.

—No... o sea... Cris no contesta.

Sebastián soltó una carcajada corta y burlona.

—Vamos, ya sabes cómo es. Seguro anda... ocupado. —Hizo un gesto con las cejas.

Leo frunció el ceño.

No.

Algo no encajaba.

Se terminó el whisky de un trago.

La quemazón no le hizo ni cosquillas al nudo en su estómago.

Le había dicho a Cris que no hiciera nada estúpido.

Que no corriera.

Que no metiera el carro en arena.

Y, sobre todo, que no se metiera en peleas.

Entonces, su celular vibró.

Su corazón dio un salto.

CRIS.

Contestó al primer tono.

—¿Cris? ¿Dónde demonios estás?

Lo que escuchó lo dejó helado: gemidos de dolor... y una voz femenina maldiciendo a gritos.

—No me mates, ¿sí? —dijo Cris, con esa voz tensa, casi despreocupada, tan propia de él cuando la cagaba.

Leo sintió cómo la sangre le bajaba de golpe.

Y claro que tenía que arreglarlo.

Como siempre.

Como desde que el papá de Cris murió en ese accidente cuando él tenía cinco años. Desde entonces, Cris vivía metiéndose en problemas... y él, como un idiota, lo ayudaba a salir.

—¡Habla! ¿Qué pasó? —su voz salió tensa y apresurada.

El sonido de la lluvia golpeando fuerte de fondo lo hizo tensarse más.

Y la voz de una chica, enfadada, retumbaba detrás.

—Ya, pérate... viene la ambulancia...

—¡No me toques, tarado! ¡¿Qué demonios te pasa?!

Leo apretó los dientes. Solo de imaginarse la escena, le temblaban las piernas. Comenzó a caminar en círculos, apretando el vaso de whisky. Sus ojos se movían de un lado a otro, como si ya estuviera ahí, como si pudiera intervenir.

La desesperación le recorría el cuerpo.

—Cris... Cris... ¡¡CRIS, DIME QUÉ PASÓ!!

Del otro lado, Cris soltó una maldición que le heló la espalda.

Leo caminaba peor que león enjaulado.

—Atropellé a alguien...

Leo se detuvo.

El pulso se le congeló.

Sus enormes ojos verdes se abrieron, espantados.

Sintió que le faltaba el aire.

Se arrepintió mil veces de haberle prestado el carro.

—Viene la ambulancia... Te mando ubicación... Solo apareció de la nada...

—¡NO SOLO APARECÍ, IMBÉCIL! ¡VENÍAS VOLANDO! —gritó la chica.

Y la llamada se cortó.

Así.

Seco.

Leo lanzó una maldición que retumbó por toda la sala y arrojó el teléfono lejos.

Ahora sí estaban en problemas.

Ese niño, Christopher Montana, lo iba a hundir con él.

Se lo iban a llevar preso.

Le iban a quitar el carro.

Todo se iría al carajo.

Sebastián, que hasta ese momento solo lo había observado, dejó su copa en la mesa y se levantó de inmediato.

—¿Qué pasó?

Leo apenas podía pensar.

Lo conocía.

Sabía que Cris debía estar igual o más asustado que él.

Era solo un chico de 16 años.

Cerró los ojos, intentando calmarse.

—Atropelló a alguien —dijo al fin.

Sebastián lo miró, ahora sí preocupado.

Sabía lo importante que era Cris para Leo.

Sabía que cuando el papá de Cris murió en ese accidente de auto, Cris iba con él en el coche.

Y terminó en coma.

Tenía solo cinco años.

Leo, con siete, lo había cuidado desde entonces como a un hermano.

—¿Se lo llevaron preso? —preguntó Sebastián, frunciendo el ceño.

Leo negó, pasándose una mano temblorosa por la cara.

Sonó el celular.

Una notificación.

Ubicación en tiempo real.

—No... no lo sé. Me dijo que nos viéramos allá.

Le estampó el celular en la cara a Sebastián, que lo miraba preocupado.

Leo era uno de esos tipos que todos querían.

Amable, guapo, inteligente, responsable...

Pero si se trataba de Cris o de su hermana Alice, no pensaba.

Actuaba.

Corrió a buscar las llaves del auto de Sebastián, pero este le bloqueó el paso.

—¿Me prestas el carro? —preguntó Leo, con voz urgente, casi desesperada.

—Ni loco. No vas a manejar así —respondió Sebastián, serio.

Leo estuvo a punto de discutir... pero tenía razón.

Y lo sabía.

—Vamos —gruñó, agarrando su chaqueta.

Y sin perder un segundo más, salieron a toda velocidad de esa casa que, de pronto, se sentía demasiado vacía.




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