No se acordaba de nada. Ni del velorio.
Ni del momento exacto en que Leo había muerto.
Era como si su mente hubiera tomado la decisión de borrar todo.
Un mecanismo de defensa, tal vez.
Un intento desesperado por protegerse del dolor.
Claro que recordaba su última conversación.
Eso no se le iba a olvidar nunca.
—Con todo lo que ha pasado, me quedé pensando... ¿qué sería de ellas dos, Cris? —le había dicho Leo con esa mirada seria, pero tranquila—. Son lo más importante que tengo.
Y eres tú en quien más confío.
Si me pasa algo, sé que vas a cuidar bien de Alice. Sé que la amas.
Pero a Andy… cuídala también. Es medio tostada, pero buena persona.
Cris tragó saliva, cerrando los ojos al recordarlo.
Esa fue la última vez que lo escuchó.
Con esa voz entre bromista y honesta, con esa forma de decir las cosas que parecía quitarle peso al mundo.
Dicen que él fue quien dio la noticia.
Que fue quien sostuvo a Alice cuando se quebró.
Que intentó hacer reaccionar a Andy mientras todos alrededor parecían desmoronarse.
Que ayudó a su tío Sergio con cada detalle de la ceremonia.
Pero la verdad... no recordaba nada de eso.
Nada con claridad.
Solo fragmentos sueltos. Voces. Silencios.
Como si alguien más hubiera vivido todo en su lugar.
Ni siquiera sabía si había llorado bien a Leo.
Y es que todo, todo, se sentía como una maldita pesadilla.
Había intentado por todos los medios no derrumbarse.
Aguantar. Ser fuerte.
No por orgullo.
Sino porque si él caía… ¿quién quedaba?
Y sin embargo, estaba solo.
De nuevo.
Su madre había muerto al nacer él.
Su padre se volvió a casar cuando tenía dos años y murió cuando Cris apenas tenía cinco.
Un accidente.
Se habían ido barranco abajo en el auto, y su papá… su papá lo había sacado antes de morir.
Eso fue todo.
La imagen. El trauma.
Y Leo, con apenas siete años, no se separó de él desde entonces.
Sergio Santiestevan —el papá de Leo y Alice— fue, después de eso, como un padre también para él.
Y Leo…
Leo fue todo.
Su hermano.
Su mejor amigo.
El que lo ayudó a sobrevivir la locura de su infancia.
El que lo acompañó en cada caída.
El que estuvo cuando se metía en líos, cuando no sabía qué hacer, cuando estuvo a punto de perderse.
Leo lo salvó.
Y también fue quien, sin saberlo, lo acercó al amor de su vida.
¿Y ahora?
Ahora ya no estaba.
No quería que la gente le tuviera pena.
Eso ya había sido su historia entera: el niño huérfano, el chico roto, el que sobrevivía por lástima.
No más.
Pero lo cierto era que no sabía cómo seguir.
Ese mes… ese infierno de mes… lo había pasado pendiente de los demás.
De que Alice comiera.
De que Andy respirara.
De que Sergio no se viniera abajo.
Había ido varias veces a ver a Andy.
La viuda de Leo.
Eso era ahora.
Y no. No era justo.
Ella apenas hablaba.
Según el psicólogo, estaba en un estado catatónico.
Y Alice...
Alice era otra historia.
Parecida, pero más caótica.
Más visceral.
Más desgarradora.
Y él estaba ahí.
Sosteniéndolas.
Cuidando.
Haciendo lo que Leo le había pedido.
Lo que le había confiado.
Esa noche no podía dormir.
El silencio pesaba. El techo parecía venírsele encima.
El aire, estancado.
Así que se puso los tenis y salió.
¿Que eran las cuatro de la mañana? ¿Y qué?
No importaba nada.
Corrió.
Corrió hasta que las piernas empezaron a temblarle.
Hasta que la garganta le ardió y la respiración se volvió un jadeo desesperado.
Como si corriendo pudiera dejar atrás todo lo que no sabía cómo sentir.
Como si huyendo pudiera cambiar algo.
Y entonces se detuvo.
En seco.
El corazón todavía golpeándole el pecho, pero los pies clavados al asfalto.
Ahí estaba.
Alice.
Con su pijama larga y el cabello suelto, enredado.
Despeinada, pálida, flaquita como nunca la había visto.
Caminando sin rumbo, otra vez.
Sonámbula.
—¡Leo, espérame! —gritaba—. La bebé está llorando… ¡LEOOO!
La tercera vez en esa semana.
La tercera vez que la encontraba así.
Y dolía.
Porque Alice siempre había sido como una bailarina de porcelana, con ese andar en puntitas y esa sonrisa luminosa.
Y ahora… solo quedaba una sombra.
Una voz quebrada.
Cris tragó saliva y se acercó con cuidado.
Se había informado.
Despertar a un sonámbulo no era buena idea.
Tenía que llevarla de vuelta despacio, con calma.
Pero apenas sus manos tocaron los brazos de Alice, ella se revolvió.
Forcejeó.
Los ojos cerrados, pero el cuerpo tenso.
Como si sintiera que él era una amenaza.
Como si supiera.
—Ya es tarde, Alice —susurró, con voz suave, cansada—. Hay que ir a dormir, ¿sí?
Y entonces…
Alice habló.
Con esa voz.
Esa voz que dolía más que cualquier golpe.
Casi un escupitajo.
Llena de desprecio.
Llena de algo que sonaba a odio.
—Suéltame.
Tú eres el culpable de todo.
Por tu culpa él no está.
Cris cerró los ojos.
No dijo nada.
No respondió.
Se obligó a respirar hondo, a no quebrarse.
Porque no podía.
Porque ella estaba dormida.
Porque sabía que no era ella del todo.
Porque dolía igual aunque lo supiera.
Y aun así… la cargó.
Con delicadeza.
Como si pesara menos que el aire.
Su cuerpo temblaba apenas.
Y él solo caminó.
Callado.
Sin pensar.
De vuelta a la casa de ella.
Donde, como siempre, Sergio lo esperaba en la puerta con su pijama, con esa expresión de derrota en la cara que ambos ya compartían.
Cris se la entregó sin decir nada.
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Editado: 16.05.2025