Cuidala bien

Presente 30 de junio - Seguir Adelante

Esa noche había sido un completo desorden.

Todo lo que no quería pensar, todo lo que había evitado durante semanas, le cayó encima sin previo aviso.

Recuerdos de Alice.

De su voz.

De su risa.

De las veces en que todo parecía simple con ella.

La cabeza de Cris era un caos.

No entendía por qué tenía que ser así.

¿Por qué sentía que la vida le pasaba por encima una y otra vez?

¿A quién demonios había lastimado tanto como para merecer tantos golpes seguidos?

Primero su mamá.

Después su papá.

Luego Leo.

Y ahora Alice… que simplemente se había ido.

Esa noche había salido a tomar sin medida. Solo quería que todo dejara de doler.

Quería distraerse, no pensar ni en ella, ni en Leo, ni en sus padres, ni en esa sensación cada vez más clara de que estaba completamente solo.

Andy caminaba como un fantasma.

Y Alice… Alice le había escrito cuatro veces esa misma mañana.

Insistiendo en hablar.

Y él no le respondía. No porque no quisiera.

La seguía queriendo.

La extrañaba como no se lo permitía admitir.

Pero lo que le había hecho, dejarlo solo así, tan de repente… le había dolido más de lo que quería reconocer.

Terminó en un bar, con una rubia que ni siquiera recordaba bien cómo se llamaba.

Y fue peor.

Porque por un segundo creyó que eso lo distraería, pero solo lo hizo sentir más vacío.

Más sucio.

Y el recuerdo volvió.

Alice riéndose.

Alice hablando de arte.

Alice mirándolo como si él valiera algo.

Cris se subió al carro sin pensarlo mucho.

Necesitaba moverse.

Necesitaba hacer algo que lo sacara de esa sensación en el pecho.

Aceleró.

Pisó el pedal hasta el fondo.

El rugido del motor llenó el silencio.

Las luces de la ciudad pasaban borrosas a su lado, una tras otra.

Y todo se le venía encima.

Leo, sus padres, Alice.

La forma en la que todo parecía deshacerse apenas él trataba de reconstruir algo.

Lo había intentado.

De verdad que sí.

Pero se sentía solo.

Golpeado por la vida una y otra vez.

Una bomba de tiempo.

Pisó más fuerte.

El carro derrapó un poco al tomar una curva.

Sintió el temblor en las manos, el sudor en la frente, el pecho caliente de tanta rabia.

Y de pronto, sin contenerse más, golpeó el volante con fuerza.

—¡Ya basta! —gritó.

El sonido fue seco, desgarrado, y rebotó contra las paredes de la noche como un eco desesperado.

Por un segundo, solo hubo silencio.

La respiración agitada.

El volante bajo sus manos.

El temblor en los brazos.

Y una lágrima, traicionera, deslizándose por su mejilla sin que se diera cuenta.

Andy, por su parte, tampoco la estaba pasando bien.

El sueño se sentía tan real que aún podía olerlo.

A ceniza.

A desesperación.

Leo estaba en su casa, la que había comprado con esa emoción que parecía infinita. Pero ahora… ahora todo se venía abajo con él.

Sus manos temblaban mientras destrozaba todo a su paso: platos, vasos, una licuadora que se hizo pedazos al estrellarse contra el piso.

—Leo… —La voz de Cris se quebró al intentar acercarse—. Por favor, vámonos a casa. No sigas con esto.

Pero Leo lo apartó de un empujón. Sus ojos estaban rojos. Inundados. Encendidos.

—¡Déjame en paz! —gritó con una furia que sacudía las paredes—. ¡Yo me quiero morir, ¿no entiendes?!

Andy los veía desde un rincón difuso. Sabía que estaba ahí, pero al mismo tiempo, sentía como si algo invisible la separara.

Quería correr hacia él, abrazarlo, detenerlo. Pero sus pies no respondían.

—Leo… por favor… estoy aquí…

Él no la oía.

Nadie la oía.

Leo respiraba con dificultad. Su cuerpo entero parecía temblar. Y de pronto, con un golpe seco, sus nudillos se estrellaron contra Cris, haciéndolo caer.

—¡No! —gritó Andy, desesperada. Quiso lanzarse a detenerlo. Pero no podía. No llegaba a ellos. Era como si la realidad estuviera detrás de un cristal grueso.

Leo salió de la casa, furioso.

Subió a su Aveo, encendió el motor, y arrancó a toda velocidad.

Andy intentó correr tras él, pero sus piernas seguían atrapadas en esa pesadez extraña del sueño.

Solo pudo mirar cómo el auto se perdía por la carretera.

Y entonces… el impacto.

El Aveo dio un giro brusco, derrapó, volcó, y terminó con las llantas al aire.

Andy sintió que algo dentro de ella se desgarraba.

—¡Leo! —corrió. O creyó correr. Llegó hasta el auto, que estaba hecho pedazos.

Lo vio ahí, atrapado aún por el cinturón, con la cabeza colgando hacia abajo.

Trató de alcanzarlo, de tocarlo…

Pero sus dedos nunca lograban rozarlo.

—No, no, no… ¡Estoy aquí! ¡Estoy contigo! ¡Leo!

Entonces, él abrió los ojos.

La miró.

Pero no con amor, ni con dolor.

Con vacío.

—Así me siento yo todos los días desde que me tocó irme —susurró, y su voz pareció helarle la sangre.

Andy quedó muda. No entendía.

—Y siento que te vas a terminar matando como vas…

Su pecho se comprimió de golpe.

No podía respirar.

El mundo se oscurecía.

Hasta que abrió los ojos, ahogada en su propia angustia.

El techo de su cuarto.

Su respiración entrecortada.

El latido frenético en su pecho.

Tati dormía tranquila a su lado, ajena al desastre que acababa de vivir en su mente.

Andy se quedó unos segundos mirando al vacío, sin saber si llorar o agradecer que todo hubiera sido solo un sueño.

Pero el sabor amargo seguía ahí.

La sensación seguía ahí.

Recordó la discusión con su mamá la noche anterior. Las palabras dichas sin filtro, sin pensar.

“¿Por qué tiene que meterse en mi vida?”, se había repetido con rabia.

Pero ahora… ahora solo se sentía culpable.

Volvió a cerrar los ojos, intentando alejar esos pensamientos.




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