No dejaba de preguntarme por qué, si Nick y yo habíamos roto hacía más de
un año, lloraba ahora como si de verdad hubiésemos terminado. En un momento
dado tuve que salirme de la carretera, tuve que apagar el motor y abrazarme al
volante para sollozar sin peligro de chocar con alguien.
Lloré por lo que habíamos sido, lloré por lo que podríamos haber llegado a
ser… lloré por él, por haber conseguido decepcionarle, por haberle roto el
corazón, por conseguir que se abriese al amor solo para demostrarle que el amor
no existía, al menos no sin dolor, y que ese dolor era capaz de marcarte de por
vida.
Lloré por aquella Noah, aquella Noah que había sido con él: aquella Noah
llena de vida, aquella Noah que a pesar de sus demonios interiores había sabido
querer con todo su corazón; supe amarle más de lo que amaría a nadie y eso
también era algo por lo que llorar. Cuando conoces a la persona con la que
quieres pasar el resto de tu vida, ya no hay marcha atrás. Muchos nunca llegan a
conocer esa sensación, creen haberla encontrado, pero se equivocan. Yo sabía,
sé, que Nick era el amor de mi vida, el hombre que quería como padre de mis
hijos, el hombre que quería tener a mi lado en las buenas y en las malas, en la
salud y en la enfermedad hasta que la muerte nos obligase a separarnos.
Nick era él, era mi mitad, y ya era hora de aprender a vivir sin ella.