“Me he debido quedar dormido y ya no está Juan, ni Nieves, ni...” Mis ojos han vuelto a recobrar el brillo y veo la soledad del lugar donde me encuentro.
Te echo mucho de menos, Nieves, en momentos como este, en el que recupero la conciencia, sé que tú no estás aquí y me siento culpable por amarte. Me doy cuenta de todo lo que se perdió cuando te fuiste.
Pulso el timbre que conecta con el puesto de control.
—¿Qué le ocurre, Juan?
Yo no contesto, sólo sigo pulsando.
—Ahora vamos. Por favor deje de pulsar el botón.
Pero yo no hago caso y lo mantengo pulsado. Cuando vienen los enfermeros me lanzo contra ellos. Sé que mi fuerza no los derribará, pero obtendré de ellos lo que necesito.
—Sandro, ponle ya el calmante. Yo lo sujeto.
Me resisto con todas mis fuerzas, hasta que siento el pinchazo en mi muslo.
—Tranquilo, Juan, un minuto y ya estará usted más relajado.
Cada día me cuesta más levantarme. De este año no pasa, les pediré a mis hijos que me arreglen lo de la jubilación. Para lo poco que se vende no merece la pena los madrugones que me doy para tener abierto el kiosco. Lo que más pena me va a dar es ponerle el cartel de "Se Vende", pero no queda más remedio. Seguro que Nieves lo entenderá y apoyará en esto.
¿Qué le ha ocurrido esta mañana?
Me comentó Sandro que le dio un nuevo ataque y le tuvieron que poner un calmante.
Pasan unos minutos sin que le responda.
—Unos días tan hablador y otros en los que parece que no está en este mundo.
Mire, por ahí viene María.
Buenos días.
¿Cómo va de esa pierna?
—Algo mejor, Julia. No sé cómo me di ese golpe contra la mesita.
Buenos días, Juan.
—Hoy está en esos días de no querer hablar.
—¿Espero que no esté enfadado conmigo?
—Claro que no mujer. Le han puesto un sedante y aún está medio adormilado.
—Pues ya en otro momento hablaremos.
—Seguro que en poco tiempo estará mucho mejor.
Nosotros vamos a seguir con nuestro paseo.
¿Juan quiere que le deje allí donde el cenador? Está Luis posando los rosales, seguro que usted le podrá decir cómo se hace. Y a lo mejor le regala una rosa.
—Muy buenas, Luis. Al señor Juan le gustan mucho las rosas, pero sobre todo las rojas.
—Pues estas cuando salgan lucirán bien bonitas.
—Te lo dejo aquí un momento que me están llamando.
—Sin problema.
Mire Juan le voy a dejar el periódico para que se entretenga mientras recojo estas cañas para que nadie se pinché. Que las rosas son muy bonitas, pero como te descuides acabas mandado.
Y, ahora que nadie nos ve, le voy a dar está rosa que se ha desprendido del rosal. Como ya habíamos quedado, este es un secreto entre nosotros dos, no se vaya a chivar.
Pero yo no escucho, yo estoy en mi paseo hacía mi trabajo. Voy viendo como la ciudad no se detiene. Esta María siempre con prisas, tal y como se están poniendo los trabajos en cualquier momento la despiden. Le iba a decir algo a Luis, pero no le molesto que está muy entretenido barriendo la otra acera.
—Buenos días Doña Julia.
—Buenos días, Don Juan.
¿Qué tal su día?
—Bien, un poco cansado y con dolor en esta pierna.
Para mí que va a ser el reuma.
—Si es como a mí, los cambios de tiempo me matan.
Aquí le trae Irene su flor.
—Muchas gracias. No se puede hacer usted una idea de lo que le brillan los ojos cuando le llevó la flor. Es como si después de la tormenta llegase un día de sol.
—Qué bonito.
—Hablar de mi amor siempre me hace muy feliz.
—Ahora que ya no tengo que estar esclava detrás de este mostrador me gustaría... si a usted le parece bien... poder quedar un día... como amigos y tomar un refresco sin prisa.
—Lo que pasa, Doña Julia, que yo no tengo tiempo, aún estoy detrás del mostrador. Y luego está mi visita diaria a Nieves.
—Tiene razón, perdone, no me daba cuenta de que usted está muy ocupado.
—Bueno señoritas, me tengo que ir, que hay que llevar las noticias a esta ciudad. Seguro que tengo una cola de señores esperando por su diario.
Miro que tenga mi flor y me voy camino del kiosco. Al salir giro, como siempre he hecho, hacia la derecha, me doy cuenta de que Julia me está siguiendo con la mirada.
Sé que ella tiene un sentimiento hacia mí. Después del divorcio de su marido estuvo tirándome los tejos, pero aunque es una hermosa mujer y se le ve que muy buena persona, mi corazón ya tiene una propietaria.
Mis recuerdos de Nieves son siempre bonitos. Recuerdo que desde niños, no tendría yo más de diez años y ella unos seis, nos dimos el primer beso. Habíamos escuchado en una película americana que los besos tenían sabor, y realmente sabían a amor, a dulce amor, que creció en mi pecho como un panal de rica miel.
Nuestros padres llegaron a castigarnos, a prohibirnos vernos y a ella incluso la cambiaron de colegio, la razón era que no podíamos estar juntos sin besarnos. Pero eso no enfrió nuestro amor.