Nepconte, en comparación con sus vecinos del norte, era considerado un reino pequeño con solo tres regiones: Agamenón, la capital, Fezzex y Silivia, que a menudo se le menospreciaba como débil, pobre y atrasado, la realidad distaba mucho de esa percepción. En el interior del reino de Nepconte, entre las regiones de Silivia y Agamenón, se alzaba majestuosa Corona Nocturna, una fortaleza que albergaba a las personas más hábiles y valientes del reino. La institución había sido creada por el antiguo rey, Robert Relish, abuelo del actual monarca, y aunque era relativamente nueva, los avances que habían logrado eran extraordinarios y altamente beneficiosos para el reino.
Corona Nocturna se nutría de información privilegiada que ningún otro reino poseía, Los vigilantes en cada región y Las Plumas Negras, eran el corazón del lugar. En sus manos se guardaban intenciones ocultas que ninguno de los reinos vecinos podría siquiera imaginar. Contaban con aliados estratégicos, espías infiltrados y pequeñas tropas desplegadas en territorios enemigos. Eran más que grandes. Eran más que inteligentes. Ellos sobresalían sin llamar la atención.
La reputación de los miembros de Corona Nocturna permanecía envuelta en el misterio; se les admiraba tanto como se les desconocía. Entre Las Plumas Negras y los soldados del ejército de Nepconte, una figura sobresalía, alguien que encarnaba ambos títulos con igual destreza: integrante de Corona Nocturna y sargento del ejército de Nepconte.
Diosa Kaliyaqcha.
Kali no era solo un apodo, sino un emblema de su resistencia, pues cada vez que su verdadero nombre era pronunciado, resonaba como un eco de su pasado, un recordatorio de las cicatrices que la habían construido.
Freya.
Su nombre era un secreto, una llave que jamás debía entregar. Solo en el momento más desesperado, cuando no quedara más camino que el abismo, debía pronunciarlo. Eso era algo que su madre le había enseñado, o al menos lo que recordaba de ella, pues habían pasado muchos años desde aquellos días de incertidumbre, cuando la pequeña de rizos cobrizos y su madre caminaban sin rumbo, persiguiendo la esperanza en un mundo que les daba la espalda. No tenían hogar ni refugio, solo el calor de sus propios abrazos y la promesa silenciosa de que, mientras estuvieran juntas, resistirían. Hasta que ya no lo estuvieron más. Para esos años, a veces dormían en calles oscuras, otras bajo árboles desnudos que no ofrecían más protección que sus ramas esqueléticas. Sobrevivían con lo que conseguían: unas cuantas monedas de la piedad ajena, un mendrugo de pan, alguna joya robada con dedos ligeros y urgencia desesperada. Pero incluso en la miseria, su madre la amaba con devoción absoluta. Cada caricia en su cabello, cada beso en su frente, era un escudo contra el hambre y el frío.
El miedo siempre acechaba en su frágil familia, especialmente cuando los hombres del rey se cruzaban en su camino. Era entonces cuando su madre le transmitía sus enseñanzas con voz temblorosa, tratando de protegerla de los peligros que acechaban. “Escucha, hija —le advertía, sus dedos temblorosos enredándose en sus rizos—. Nunca, pero nunca deberás pronunciar tu nombre frente a aquellos hombres, ¿comprendes?”. La palabra "peligro" resonaba constantemente en la mente de la niña, recordándole la fragilidad de su existencia y la necesidad de estar siempre alerta. Aquella lección se grabó profundamente en su ser y fue maravilloso ver cómo la vida se había tomado la libertad de sacudirla y llevarla hasta tan imponente futuro. Se habían borrado aquellas palabras escritas con pintura hecha de oro para ser reemplazadas por un impuro y sórdido barro, pero nadie podría saberlo, nadie podría ni siquiera suspirar su futuro al oído, pues, al estar de pie frente a aquel poderoso hombre, ni siquiera la misma vida pudo moldear su incierto destino.
— ¿Cuál será la apuesta esta vez?
— Veinte neptis.
— ¿Acaso su vida vale tan poco, coronel? —inquirió la mujer con una sonrisa burlona, deslizando los dedos por la empuñadura de su afilada y exquisita espada.
— ¿Se siente tan segura de su victoria, sargento?
— Por supuesto, pero en eso se equivoca —Kaliyaqcha proclamó con una mirada desafiante y la espada empuñada mientras su figura se posicionaba en el epicentro del campo. Con pasos firmes, avanzó unos cuantos metros y, sin dejar de vigilar al hombre, volteó la cabeza por encima del hombro—. No es que me sienta ganadora, coronel… Es que simplemente no sé lo que es perder.
El coronel Bronson Choules se acercó a su oponente y desenvainó su espada con calma calculada. Frente a él, Kaliyaqcha aguardaba sin inmutarse, ambas manos firmes sobre el pomo de su arma, cuya punta descansaba sobre la tierra. Cuando el sonido del cuerno rasgó el aire, el combate dio inicio. Un estallido de vítores y aplausos llenó el campo mientras los dos guerreros comenzaban a moverse en círculos, estudiándose con cautela.
— ¿Lista?
— Siempre —respondió ella.
El coronel fue el valiente en dar el primer paso, avanzando decidido hacia Kaliyaqcha, solo para ser interceptado por la hábil defensa de su espada. En ese instante, ambos guerreros se enzarzaron en el duelo del año. Con cada movimiento, el campo de batalla se llenaba de giros gráciles, saltos audaces y el estruendo metálico de sus espadas chocando. La intensidad del combate solo aumentaba con el paso del tiempo, pero ninguno de los dos mostraba señales de rendirse. Cada golpe era una muestra de su habilidad, cada parry y contraataque demostraban su maestría en el arte de la guerra. El combate continuaba con una intensidad que parecía desbordar el campo, pero de repente, un silencio sobrevino en la multitud.
El estruendo resonó en el campo de batalla, creando un eco que parecía amplificar la intensidad del enfrentamiento. Los movimientos eran rápidos y precisos, como un baile coreografiado por la maestría de dos guerreros expertos. Saltos elegantes, paradas precisas y ataques fulminantes se sucedían en una danza mortal. El sudor se deslizaba por sus frentes, pero ninguno cedía terreno ni mostraba signos de fatiga. Se retaban mutuamente, buscando encontrar la brecha en la defensa del otro, anhelando el momento en que podrían asestar un golpe certero y decidir el destino de la contienda. El choque de miradas entre los dos guerreros no era solo un reflejo de su rivalidad, sino también de su respeto mutuo. A pesar de la feroz lucha, había un reconocimiento en sus ojos, una comprensión silenciosa de la valía del otro como adversario digno. Y así, entre el choque de espadas y el cruce de miradas, la batalla continuó, envolviendo a todos en su enigmático encanto.
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Editado: 17.08.2025