Dentro de la pequeña choza de Edmundo, el aire se siente pesado. La madera cruje con cada movimiento, y la luz tenue de una vela parpadeante apenas ilumina el interior. Ángela está sentada en el borde de una vieja silla, la mirada fija en el espejo de una vacía polvera que hace días encontró en la calle. Su reflejo, desfigurado por las cicatrices de las quemaduras, la observa con el mismo rencor y desprecio con el que ella lo ve a él. Hace días que está más retraída que de costumbre. Desde aquella última vez que vio a Néstor, su semblante cambió drásticamente.
Edmundo, quien hasta hace un momento estaba concentrado en la lectura del periódico, ahora la observa en silencio desde la esquina de la habitación. Con los brazos cruzados sobre la mesa, estudia cada uno de sus gestos, como si intentara descifrar lo que pasa por su mente. No necesita ser un experto en emociones para notar que Ángela está atrapada en un torbellino de odio y autodesprecio. Pero lo que realmente lo inquieta es la falta de utilidad que ella representa para él. Al principio creyó que había encontrado un diamante en bruto que podía introducir al bajo mundo, una mujer con la suficiente frialdad y determinación para convertirse en una pieza clave en su organización. Pero ahora lo ve con claridad: Ángela no es una criminal nata, no es una depredadora; es solo un alma en pena, consumida por su propia tragedia, dispuesta a quebrantar las reglas solo cuando la venganza personal está en juego.
Edmundo suspira, tamborileando los dedos sobre la mesa. Tal vez se equivocó con ella, pero aún puede sacarle provecho. La idea le golpea de pronto, una de esas ideas brillantes que surgen cuando la necesidad apremia. Sabe perfectamente lo que Ángela más desea: recuperar su rostro. Y él conoce a alguien que puede dárselo… a cambio de un precio.
Uno de los líderes de su pandilla trabaja en un club privado que queda en las afueras de la ciudad, esos que operan en las sombras y siempre están en busca de chicas jóvenes, hermosas y de bajos recursos. Ángela, sin duda, es lo más pobre que podría ofrecerle, pero la belleza es algo que ya no tiene. Sin embargo, Edmundo sabe bien cómo funciona el negocio dentro del club. Ha visto cómo las atrapan, cómo las atan a deudas impagables y convierten su salida en una fantasía inalcanzable. Muchas de esas chicas pasan por costosos tratamientos estéticos para cumplir con los estándares del club, y esa es la oportunidad perfecta para vender a Ángela.
Si lograra que la acepten en el club, Ángela tendría acceso a los mejores cirujanos, a procedimientos reconstructivos que podrían devolverle la cara que tanto ansía. Claro, nada es gratis en ese mundo. Si acepta, no solo quedará atrapada en aquella red de explotación sexual, sino que se convertirá en un activo permanente del club. Un sacrificio inmenso a cambio de su antigua apariencia.
Edmundo sonríe para sí mismo. Solo necesita plantearle la oferta de la manera correcta. Porque en este mundo, el deseo es una cadena tan fuerte como el miedo, y está seguro de que Ángela está desesperada por liberarse de su reflejo actual.
Edmundo camina con paso seguro por las aceras de la ciudad hasta llegar al club privado de caballeros. El letrero dorador, de nombre poco entendible, marca la entrada. Al cruzar la puerta, lo recibe una melodía tenue de jazz y el singular olor a café recién hecho. Luego de saludar Carlos, el chico que está detrás de la vitrina de pasteles, ingresa a la zona privada. Varias jóvenes, vestidas con atuendos provocativos, sirviendo tragos y entreteniendo a los clientes.
Danilo se encuentra en el bar, sentado en un taburete alto, con una copa de whisky en la mano y una sonrisa que nunca llega a sus ojos.
—Edmundo —saluda, alzando la cabeza—. ¿Qué te trae por aquí?
Edmundo se sienta a un lado de él y se recarga en la barra con un aire de confianza.
—Tengo algo que puede interesarte —comienza—. Una chica con el perfil perfecto para ti: pobre, sin familia, sin recursos. Lo único que le importa es recuperar su belleza, y tú podrías dársela. Solo… pido cierta cantidad de dinero a cambio de traértela.
Danilo levanta una ceja, su mirada es seria.
—Nosotros no compramos chicas, Edmundo —dice con calma—. Nos limitamos a encontrarlas. Se enredan solas en el sistema. Si tienes una chica vulnerable, que acepte firmar nuestro contrato sin importar qué, podemos hacerle lo que sea necesario para cambiar su apariencia.
—¿Y yo que gano con traértela?
—Es asunto tuyo negociar con la chica. Por ejemplo, ella podría darte un porcentaje de sus ganancias
Edmundo sonríe con malicia.
—Es buena idea. Eso haré.
Edmundo asiente, satisfecho. Se pone de pie y estrecha la mano de Danilo antes de salir del club.
Esa tarde, Edmundo regresa a casa. Encuentra a Ángela sentada a la orilla del río que corre bajo el puente, con la vieja radio en su regazo y la mirada perdida en el agua. La música se mezcla con el sonido del cauce, creando un ambiente casi melancólico.
Edmundo se sienta junto a ella y enciende un cigarrillo.
—Sigues en las mismas, ¿eh? Vagando por ahí, perdiendo el tiempo… —comenta con un tono casual, soplando el humo hacia el cielo.
Ángela apenas reacciona. Sus ojos siguen fijos en el agua.
—¿A qué otra cosa me voy a dedicar? —responde con amargura.
Edmundo exhala el humo con calma y se gira hacia ella.
—Quizá haya algo que aún puedas hacer. Algo que te devuelva lo que perdiste.
Eso sí capta la atención de Ángela. Gira el rostro hacia él con una mezcla de escepticismo y esperanza.
—¿De qué hablas?
—Conozco a alguien que puede devolverte la cara que tenías antes del incendio —dice, estudiando su reacción—. Te lo digo en serio. Quedará como si nada hubiera pasado.
Ángela entrecierra los ojos.
—¿Me estás jodiendo? Este rostro no tiene arreglo.
Edmundo sonríe con aire confiado.