Ángela atraviesa las puertas del quirófano con pasos inseguros. El cirujano, un hombre de mediana edad con un porte serio y profesional, la observa en silencio. Cuando su mirada se posa en su rostro, no puede evitar una leve expresión de asombro. La piel está deformada por cicatrices irregulares, los pómulos hundidos, y la asimetría de sus facciones resulta inquietante.
—Necesito ver cómo eras antes —le dice con tono neutro, aunque su curiosidad es evidente.
Ángela saca de su bolso una fotografía del año pasado, la misma que robó en la madrugada tras irrumpir en la casa de sus padres. Aún recuerda perfectamente dónde esconden la llave auxiliar, un detalle que nunca cambiaron con los años. En la foto, su rostro intacto resplandece con una belleza que ahora parece lejana. El cirujano la estudia con detenimiento, recorriendo con los ojos cada detalle de su antiguo semblante. Luego, levanta la vista y la contrasta con la realidad frente a él.
—Será un gran reto —afirma, devolviéndole la foto—, pero puedo hacerlo.
Se acerca a una mesa y toma una bata quirúrgica, extendiéndosela.
—Ponte esto. Vamos a comenzar con el primer paso del procedimiento.
Mientras Ángela se cambia en el baño dentro del quirófano, el cirujano, desde afuera, le explica con precisión cada etapa del procedimiento: la anestesia, la reestructuración de los tejidos, los injertos necesarios y el tiempo estimado de recuperación.
Cuando todo está listo, el especialista le indica que se recueste en la camilla. La luz blanca del quirófano resplandece sobre los instrumentos estériles, y el sonido de los guantes de látex ajustándose a las manos del cirujano marca el inicio del procedimiento.
Durante la intervención, el cuerpo de Ángela permanece inmóvil, sujeta a la anestesia general que la mantiene en un sueño profundo. Su respiración es controlada por la máquina de ventilación, mientras los monitores a su alrededor registran cada uno de sus signos vitales. El cirujano trabaja con precisión milimétrica, reconstruyendo cada línea y contorno del rostro de Ángela. Su equipo se mueve con sincronía, siguiendo sus indicaciones sin titubear. Las luces del quirófano iluminan la piel dañada de la joven, expuesta bajo el bisturí experto del médico, quien opera con la calma y la destreza de alguien acostumbrado a los desafíos más complejos. En un momento, hace una pausa y observa su obra hasta ahora. Mira la foto que Ángela le entregó antes de la cirugía, comparándola con lo que ha logrado hasta ahora. La diferencia aún es abismal, pero el progreso es evidente. Aprieta la mandíbula y vuelve a concentrarse. No puede fallar, nunca lo hace.
Después de varias horas, la última sutura queda sellada. Un asistente limpia la sangre que se ha acumulado en los bordes de las incisiones, y el cirujano da un paso atrás, contemplando el resultado de su esfuerzo. El rostro de Ángela está aún inflamado y cubierto de vendajes, pero bajo todo ese apósito se esconde su nueva identidad.
Finalmente, el médico se quita los guantes y suspira.
Ángela tardará dos horas en despertar por completo. Durante ese tiempo, su cuerpo se recuperará lentamente de la anestesia y el trauma quirúrgico. Permanece en un estado semiconsciente, con los párpados pesados y la mente nublada, hasta que finalmente, pasada las dos horas, sus ojos se abren con dificultad.
El cirujano está sentado junto a su cama. La observa con atención, asegurándose de que todo esté en orden antes de hablar.
—Bienvenida de vuelta, señorita.
—Sed... —responde con dificultad, su garganta la siente seca.
—Te traeré agua en un momento —dice el médico—, pero antes quiero explicarte tu estado. Tu cirugía fue un éxito. Normalmente, este tipo de reconstrucción toma hasta un año en mostrar resultados definitivos, pero en tu caso hemos utilizado un compuesto regenerador muy avanzado.
Ángela frunce el ceño, su curiosidad despertándose a pesar de la debilidad.
—Este compuesto es extremadamente costoso —prosigue el cirujano—. Solo se utiliza en personas de alto perfil: políticos, artistas, grandes empresarios…, incluso en criminales que buscan cambiar de identidad. Sus propiedades aceleran la regeneración celular y reducen la inflamación a un ritmo incomparable con cualquier otro tratamiento. Gracias a esto, en un mes podrá ver su rostro completamente restaurado.
Ángela lo escucha con atención, asimilando la información. Su mente aún está adormecida, pero sus pensamientos comienzan a tomar forma. Un mes. Solo un mes y podrá recuperar lo que le arrebataron.
Los últimos días de enero transcurren entre vendajes y reposo. Cada vez que se encuentra con un espejo, su reflejo sigue distorsionado por la hinchazón y los moretones, pero a medida que las semanas avanzan, su piel empieza a alisarse y su estructura facial recupera armonía. Su ansiedad crece con cada vistazo, deseando ver el resultado final.
Mientras tanto, los padres de Betty, desesperados por su desaparición y cansados de la ineptitud de la policia, inician una búsqueda frenética. Contactan a profesores, compañeros de clase y cualquier persona que pueda aportar alguna pista. Entre sus intentos, llaman a la casa de Néstor, donde su madre responde. Al enterarse de la situación y sabiendo que su hijo era uno de los mejores amigos de Betty, promete llevarlo a casa de sus padres para colaborar en la búsqueda.
Como su madre trabaja durante el día, la visita se realiza por la noche. Los cuatro se reúnen en la sala, sentados en los sofás, compartiendo la misma angustia. Los padres de Betty relatan con detalle cómo ocurrió todo, mientras Néstor escucha en silencio, sintiendo cómo una inquietud creciente se instala en su pecho.
—Desapareció después de ir a una entrevista de trabajo… —murmura la madre de Betty con la voz quebrada, sus ojos hinchados y enrojecidos por el llanto.
Néstor levanta la mirada hacia los padres de Betty, con el ceño fruncido, y confiesa algo que lo atormenta: