Cupidalentín (libro 3 Final)

VII

En un quirófano clandestino, oculto de la vista del mundo y reservado únicamente para los más poderosos e influyentes de la sociedad, Ángela se encuentra sentada al borde de una camilla. En sus manos sostiene un espejo, contemplando su reflejo con una mezcla de asombro y satisfacción. La belleza siempre ha sido su mayor tesoro. En un mundo donde la inteligencia no basta para abrir puertas, donde la sociedad premia lo superficial, ella sabe que la apariencia lo es todo. La gente siempre ha dicho que la primera impresión es lo que cuenta, y pocas frases en la vida han sido tan ciertas. No importa cuánto talento o astucia posea alguien; si no luce atractiva, si no deslumbra con su presencia, su camino será infinitamente más difícil. Y Ángela no está dispuesta a vivir una vida difícil.

Baja el espejo lentamente y levanta la mirada hacia el viejo Edmundo, quien la observa con una sonrisa calculadora.

—Te ves hermosa —dice él, con un tono de admiración que parece más analítico que sincero.

Ángela sonríe agradecida, convencida de que su belleza ha sido restaurada por completo. Pero algo en el ambiente le genera inquietud, una sensación de que hay algo más que aún no comprende.

—¿Falta hacer algo más? —pregunta, mirando al cirujano con curiosidad.

—Eso es todo —responde con voz serena—. Solo estamos esperando a Danilo.

—¿Para qué? —inquiere, con un deje de impaciencia—. Se supone que empiezo a trabajar mañana, ¿no?

Edmundo la observa con una expresión impenetrable y suelta la bomba con total naturalidad:

—Ya no vas a vivir conmigo, Ángela. Tienes que irte con Danilo.

La sorpresa la golpea como una ola helada. Su mente intenta procesar lo que acaba de escuchar, pero no encuentra sentido en ello.

—¿Qué? —balbucea, atónita—. No entiendo... ¿Por qué tengo que irme con él?

Antes de que pueda recibir una respuesta, la puerta del quirófano se abre con un chirrido metálico. Danilo entra acompañado de dos hombres imponentes, con trajes oscuros y rostros de piedra. Ángela se tensa al instante, su instinto le grita que algo anda terriblemente mal.

El cirujano, con una tranquilidad perturbadora, señala a Ángela como si fuera una obra de arte.

—Ya puedes llevártela —dice, con emoción y orgullo en su voz.

El corazón de Ángela se acelera. Se pone de pie de un salto, con la respiración agitada.

—¿Qué demonios significa esto? —exige, sintiendo el terror escalar por su columna—. ¡Exijo una explicación!

Danilo la observa con una sonrisa fría.

—Significa que ahora me perteneces, Ángela —declara con una calma escalofriante—. Eres de mi propiedad. Un activo más para mi negocio.

La adrenalina recorre el cuerpo de Ángela en una oleada violenta cuando la realidad la golpea de lleno. Edmundo, aquel desgraciado, la quiere vender. No, no se lo va a permitir.

Con un movimiento instintivo, lanza el espejo contra el rostro de Edmundo. Él levanta las manos para protegerse, pero el vidrio estalla en pedazos, dejando un corte profundo en su brazo. Sin perder un segundo, la mirada de la chica se desliza por la mesa de instrumentos quirúrgicos. Agarra un bisturí con una mano y, con la otra, lanza la bandeja contra Edmundo, haciendo que los instrumentos quirúrgicos caigan al suelo con un estruendo metálico.

Los dos hombres enormes avanzan hacia ella, listos para atraparla. Uno intenta sujetarla por el brazo, pero Ángela, sin pensarlo dos veces, hunde el bisturí en el muslo del hombre, quien suelta un grito de agonía y cae de rodillas, sujetándose la herida. Su compañero se lanza sobre ella y la levanta por la cintura, llevándosela al hombro, pero Ángela se retuerce con la destreza de un animal acorralado, clavándole las uñas en la cara hasta que la suelta.

Danilo y Edmundo, al ver que sus hombres no pueden con ella, avanzan con expresiones de fastidio. Ahora todos están tras ella.

Ángela ve la puerta. Es su única salida.

Corre, esquivando las manos que intentan atraparla, y se lanza contra la puerta. Su corazón da un vuelco cuando descubre que tiene seguro.

—¡No, no, no! —jadea, forcejeando con la cerradura.

Los pasos resuenan a su espalda. Los mismos brazos fuertes la vuelve a atrapar por la cintura y la levanta del suelo como si no pesara nada. Ella patalea, grita, llora. Pero es en vano.

—¡Sujétenla! —ordena Danilo.

El cirujano ya tiene lista la jeringa. Se acerca con calma, como si esta escena se hubiera repetido una y otra vez en aquel quirófano clandestino.

—Tranquila, preciosa— murmura con frialdad.

La aguja penetra una vena de su brazo con precisión. Un ardor recorre su piel mientras el líquido entra en su torrente sanguíneo. La visión de Ángela se nubla. Su cuerpo pierde fuerza. Sus piernas tambalean hasta que finalmente se rinden. Los rostros a su alrededor se vuelven sombras indistintas antes de que la oscuridad la envuelva por completo.

Ángela despierta en una habitación desconocida. Sus sentidos aún están embotados, como si su mente flotara en una espesa niebla. Le cuesta mover los brazos y las piernas, pero logra sentarse al borde de la cama sintiendo un leve mareo. Respira hondo y parpadea varias veces, intentando que su visión borrosa se aclare.

Un leve movimiento a su izquierda la pone en alerta. En la cama de al lado, una mujer desconocida la observa con tranquilidad, sosteniendo un libro entre las manos. Su cabello pelirrojo, recogido en una coleta baja, resalta sus labios carnosos y su mirada serena, casi maternal. Es Julia, quien, sin apartar los ojos de Ángela, cierra el libro con calma y lo deja a un lado, dedicándole una sonrisa afable.

Ángela se incorpora con dificultad, tambaleándose al ponerse de pie. Su pulso se acelera, el corazón martilleándole en el pecho mientras el recuerdo del quirófano la golpea de lleno.

—Al fin despiertas. Pensé que dormirías todo el día —dice con tono relajado—. Siéntate, no querrás caerte.



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En el texto hay: asesinatos, estudiantes, violencia

Editado: 08.03.2025

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