El amanecer trae consigo un día gris y lluvioso, inusual para febrero, pleno verano. Ángela se acerca a la ventana, empujando a un lado la pesada cortina que bloquea la luz del sol.
—¡Por Dios, ciérrala! —se queja Julia desde la otra cama, con la voz pastosa del sueño. Se cubre la cabeza con una almohada, como si en su ADN hubiera rastros de genes vampíricos.
Ángela apenas le presta atención. Se apoya en el alféizar y observa el exterior, tratando de reconocer el lugar en el que está atrapada. Afuera, la lluvia cae en finos hilos sobre la ciudad adormecida, un lugar que le resulta completamente desconocido. Es una ciudad poco transitada, con calles húmedas y vacías a esa hora de la mañana. Está en un edificio de tres pisos, y su habitación se encuentra en el último nivel. Luego de recorrer la calle con su mirada, se inclina un poco intentado encontrar la entrada del edificio. Un hombre, con actitud rígida y vigilante, se mantiene firme en la acera. Un custodio. La idea de escapar por la puerta principal queda descartada de inmediato.
Decidida a explorar, sale de la habitación. El pasillo es estrecho, con puertas idénticas a ambos lados. Cuenta cuatro habitaciones en total. Baja las escaleras y descubre que el piso inferior es exactamente igual. Si en cada cuarto hay dos chicas, como en el suyo, entonces en el edificio podrían estar retenidas máximo veinticuatro personas. Sigue descendiendo hasta el primer nivel, donde la distribución cambia. En lugar de habitaciones, hay un amplio salón con una cocina industrial y varias mesas dispuestas como un comedor comunitario. Al fondo, una puerta cerrada llama su atención, pero no se detiene a investigarla.
Las voces y el bullicio llenan el ambiente. Varias chicas están desayunando, algunas sumidas en conversaciones, otras comiendo en silencio. Tras el mostrador, una mujer mayor, de expresión severa, reparte la comida con movimientos mecánicos. El aroma a comida caliente le revuelve el estómago a Ángela; ayer solo alcanzó a desayunar antes de ir al quirófano a hacerse el ultimo tratamiento, y ahora el hambre la golpea con fuerza.
Ángela avanza con cautela, sintiendo las miradas clavadas en ella. Al pasar junto a una mesa, escucha murmullos:
—Es la nueva.
No le sorprende. Era cuestión de tiempo para que todas se enteraran de su llegada.
Se acerca al mostrador y se detiene frente a la mujer que sirve la comida.
—¿Qué hay para comer? —pregunta.
La mujer ni siquiera la mira. Con un tono hosco, suelta:
—Comida.
Y le entrega un plato sin más.
Ángela suspira y se gira con la bandeja en las manos. Todas las mesas están ocupadas. Si quiere comer, tendrá que compartir con alguna de las chicas. Apenas da un paso cuando algo la obliga a detenerse en seco.
Al otro lado del comedor, una joven de cabello oscuro la observa con los ojos desorbitados. Sus manos tiemblan y, de repente, suelta su bandeja. El estruendo del plato contra el suelo hace que todas las miradas se dirijan a ella.
Ángela reconoce ese rostro.
Y Betty, con la cara pálida como si hubiera visto un fantasma, también la reconoce.
—No…, no puede ser —susurra Betty, su voz temblorosa.
Para ella, Ángela estaba muerta.
Mientras tanto, en el hospital, Néstor avanza por los pasillos con paso firme, pero sin prisa. Sabe que la operación de Leila fue un éxito, y eso le da cierta tranquilidad. No tiene idea de que Leila ya despertó el día anterior, ni de que la chica ha pasado la noche en vela, atormentada por las preguntas que la consumen. Sin embargo, su mente está ocupada con otra preocupación: encontrar a Betty.
Cuando llega a la habitación, la luz tenue del amanecer baña las sábanas blancas de la camilla. Leila descansa con los ojos cerrados, su respiración es tranquila, pero su rostro está tenso. Néstor le da la vuelta a la camilla, acercándose a la cabecera. Con un suspiro, más para sí mismo que para ella, murmura en voz baja:
—Ojalá despiertes pronto… Tenemos que encontrar a Betty. Tu prima te necesita.
No termina de procesar sus propias palabras cuando un agarre feroz lo sorprende. La mano de Leila se aferra a su muñeca con una fuerza inesperada, y sus ojos se abren de golpe, en alerta.
—¿Qué dijiste? —su voz sale ronca, pero cargada de exigencia.
Néstor parpadea, asombrado. La sonrisa se dibuja en su rostro de manera automática al darse cuenta de que Leila ha despertado.
—¡Mierda, Leila! Estás despierta…
Pero ella no comparte su alivio. Sus dedos se clavan más en la piel de Néstor, y su mirada está impregnada de miedo y rabia. Su corazón late con fuerza al recordar lo que pasó en aquella fiesta de navidad, los gritos, la sangre, el fracaso del plan… Y algo más que, sabe, necesita recordar.
—Dime... ¿Qué pasó con mi prima? —exige saber, su voz subiendo de tono.
Néstor intenta calmarla, pero Leila no está dispuesta a escuchar excusas. Su respiración se acelera y los recuerdos se atropellan en su mente: la bruja… La bruja mencionó el nombre de Nestor.
—Tú... —Su mirada se afila cuando lo encara de nuevo, con una pregunta que es más una acusación—. ¿Qué relación tienes con la bruja?
La mirada de Néstor se ensombrece, y Leila siente un escalofrío recorrerle la espalda. Su corazón late con furia, delatado por el monitor a su lado, cuyos pitidos aumentan de velocidad con cada segundo que pasa.
—La bruja… —Néstor rompe el silencio, su tono grave—. Es solo una estudiante que buscó venganza.
Leila entrecierra los ojos, aferrándose con más fuerza a la sábana.
—Así que sí es una estudiante del colegio.
—Sí —confirma él, cruzándose de brazos—. Y se encargó de hacer sufrir a cada uno de sus abusadores. Se deshizo de ellos sin remordimiento, porque eran como demonios errantes lanzados al mundo de los vivos. Maldiciones con patas que se cagaron en la vida de los demás sin pensarlo dos veces. Ese tipo de personas merecen el peor de los castigos —dice, entre dientes, con rabia contenida. No puede evitar recordar que él también pasó por las manos de esos abusivos.