Cupidalentín (libro 3 Final)

IX

Julia se mueve con rapidez y precisión, como si todo estuviera perfectamente planeado. Se acerca a Ángela con una sonrisa que no es del todo amable, pero tampoco es desagradable. La mirada de Ángela, en cambio, está llena de furia contenida. Julia, con calma, comienza a aplicar el maquillaje en su rostro, primero con la base, luego las sombras oscuras que resaltan sus ojos azules, creando un contraste que deja su piel pálida aún más opaca. Las manos de Julia son firmes mientras coloca el labial rojo en sus labios, y el brillo de la luz lo refleja con intensidad. Ángela apenas se mueve, observando todo en el espejo, su rostro una máscara de enojo. Está disgustada, ultrajada, pero se mantiene seria, con los labios apretados, como si eso fuera lo único que pudiera controlar.

—Esto te va a ayudar a encajar —dice Julia mientras le coloca un poco de rubor en las mejillas, como si fuera una simple rutina. Ángela se siente cada vez más atrapada en esa imagen que no la representa, como si le pusieran una capa de pintura sobre la piel. Pero no responde.

Cuando Julia finalmente termina, da un paso atrás, evaluando su trabajo. Ángela se mira en el espejo de cuerpo entero, observando la figura reflejada frente a ella. Está vestida con un conjunto que Julia le ha preparado. La tela es ajustada, ceñida al cuerpo, de un negro intenso que la hace parecer una sombra. El top es tan corto que deja expuesto el abdomen, con un escote que roza lo indecente. La falda, extremadamente corta, se abre justo en la parte superior de los muslos, dejando poco a la imaginación. El brillo de las telas resalta en el espejo, pero a Ángela no le agrada la imagen que ve. Se siente vulnerable, casi como si estuviera desnuda. Cada curva de su cuerpo parece exagerada, diseñada para llamar la atención. Se siente como una marioneta, forzada a vestir y comportarse de una manera que ella detesta.

Julia sonríe con una mezcla de complicidad y advertencia.

—Recuerda, Ángela. Este cliente ha pagado miles porque eres una chica nueva, mientras menos recorrida estes más dinero recibes, así que aprovéchalo. No te lo tomes a la ligera. Haz todo lo que te pida. No hay otra forma de avanzar aquí.

Ángela asiente, aunque no le agrada escuchar esas palabras. Sabe lo que significa. Sin embargo, no es tan ingenua como para pensar que alguna cortesía, o alguna actitud sumisa, cambiará el curso de su vida aquí. Su deuda es interminable, un monstruo que siempre la acechará, sin importar cuánto intente darles de lo que ellos quieran. No servirá de nada entregarse completa, porque en este lugar, nada la salvará. No importa lo que haga, siempre quedará atrapada en esta espiral.

Así que decide. Va a ser la peor de todas. La más desagradable, la más indomable.

Con un suspiro pesado, Ángela sale de la habitación, las botas de tacón resonando en las escaleras de madera. Siente el peso de cada paso, como si cada uno fuera un recordatorio de que no hay salida, de que esto es lo único que le queda. Se detiene en el último peldaño, mirando el reflejo de su cuerpo en el espejo del pasillo. No hay vuelta atrás.

Al bajar a la planta baja, el restaurante se muestra ante ella como un escenario oscuro, con luces tenues que apenas iluminan las mesas dispersas. En las esquinas, los clientes ya están siendo atendidos por las demás chicas, y el murmullo de conversaciones susurradas se mezcla con el tintinear de copas de vino. El aire está cargado con un olor a perfume fuerte y a comida grasosa, el ambiente denso, como si todo estuviera cubierto por una capa de suciedad invisible.

Ángela se mueve entre las mesas, buscando con la mirada al hombre que Julia le describió. Entre las sombras, encuentra a Betty, sentada junto a un hombre corpulento, su rostro casi irreconocible bajo el maquillaje pesado. Betty la ve llegar y, por un instante, sus ojos se cruzan. Ángela nota cómo la chica desvía la mirada rápidamente, como si quisiera ignorar su presencia. El dolor y la incomodidad de la situación le llegan con fuerza a Ángela. No es lo mismo estar rodeada de extraños, sirviendo a hombres que no conocen tu pasado, que estar frente a alguien que compartió contigo los años de colegio. Esa incomodidad se nota en la forma en que Betty se acomoda en su asiento, evitando el contacto visual, como si temiera que el hecho de compartir un mismo espacio las delatara.

Pero Ángela no se detiene. La última vez que miró a Betty, la situación de la chica no parecía mucho mejor que la de ella. Está atrapada aquí tanto como ella. No hay vuelta atrás para ninguna de las dos.

Finalmente, encuentra al cliente: un hombre de unos cuarenta años, cabello castaño oscuro, un bigote espantoso que parece de otro tiempo. Sus ojos, extremadamente oscuros, casi negros, la miran con intensidad desde la mesa donde está sentado, rodeado de una opaca atmósfera de poder y control. Su traje, elegante, aunque un tanto anticuado, está perfectamente planchado, y la corbata rojo vino que lleva le da un aire de arrogancia.

Ángela se acerca con paso firme, clavando su mirada en él. No le va a sonreír. No le va a tratar como si fuera un rey. Nunca.

—¿Desea algo de beber? —pregunta Ángela, su voz afilada como una cuchilla, con una frialdad deliberada que corta el aire entre ellos.

El hombre la observa en silencio, sin prisa, como si estuviera evaluándola, sorprendido quizás por la falta de servidumbre en su tono. Pero no dice nada de inmediato. Ángela mantiene su postura, inmóvil, sin pestañear. No le va a dar el gusto de parecer intimidada.

—Julia me advirtió —dice finalmente, con una sonrisa ladeada que le arruga la comisura del bigote—. Me dijo que esta era tu primera vez… y que serías difícil. Muy difícil.

—¿Tan difícil es pedir una bebida? —replica ella, arqueando una ceja con fingida inocencia.

El hombre suelta una risa seca y luego gira la cabeza hacia un lado, señalando con un leve movimiento de la mano una hilera de puertas al fondo de la sala.



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En el texto hay: asesinatos, estudiantes, violencia

Editado: 08.03.2025

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