Cupidalentín (libro 3 Final)

XIII

Hace tres días que Leila informó a las autoridades que su prima estaba secuestrada por un hombre llamado Danilo Camacho. Sin embargo, su familia no ha recibido avances de la investigación. El jefe de la policía le ha asegurado que han revisado todos los negocios del empresario y no han encontrado nada sospechoso. De hecho, lo describe como un hombre trabajador y honrado, que lo conoce y hasta jura que Danilo sería incapaz de secuestrar a alguien.

Esa respuesta es suficiente para que Leila entienda lo que Néstor siempre ha dicho: la policía no hará nada. Todos son unos corruptos.

Con rabia y desesperación, decide ir a buscar a Néstor a su casa pensando que él podría haber averiguado algo más de su prima. La madre la recibe con amabilidad, pero le informa que él no está, que salió a visitar a una amiga.

—¿A una amiga? —Leila frunce el ceño.

—Sí, salió muy temprano. Pensé que era contigo.

Entonces, Leila lo entiende. Néstor fue a buscar a Ángela. Sigue juntándose con la mujer que casi la mata. Aprieta los puños, siente rabia y decepción. Prefiere alejarse y no volver a buscarlo. Sabe que su decisión es la correcta.

Mientras tanto, en el restaurante, el espectáculo de San Valentín está culminando. Las llamas inician un baile en las sombras, creciendo sigilosamente tras la multitud ajena al desastre que se avecina. Las cortinas son las primeras en sucumbir, crepitando con un sonido suave mientras las llamas lamen la tela y la reducen a jirones incandescentes. El fuego se propaga lentamente, avanzando como una serpiente hambrienta desde el extremo opuesto al escenario. Ángela observa su obra con una sonrisa torcida, disfrutando de cada chispa, de cada lengua de fuego que se eleva hacia el techo. Ve a la venganza como un arte, y ella es la artista.

Betty, en el epicentro del espectáculo, entiende que debe transformarse en un imán hipnótico, en un delirio de seducción que mantenga a todos cautivos, sin permitir que sus miradas se desvíen hacia el verdadero espectáculo que se gesta tras ellos. La luz de las llamas se funde ligeramente con la del escenario, tiñendo el ambiente de un resplandor ardiente. Todo parece más grandioso, perversamente hermoso.

Pero, mientras mantiene su postura y su sensualidad intacta, su mente viaja al infierno que ha vivido en ese lugar. Recuerda las manos asquerosas recorriéndola sin su consentimiento, las risas repulsivas de los hombres que la trataban como un objeto, como algo que podían comprar, usar y desechar. Recuerda los alientos cargados de alcohol susurrándole obscenidades al oído y cada mirada lasciva que la hizo sentir menos humana, menos Betty.

Y luego, lo peor.

Su pecho se aprieta y su piel se eriza al evocar la imagen de esos dos guardias y aquella habitación, que, por un instante, pareció ser un refugio momentáneo, hasta que esos malditos la encontraron. Recuerda la forma en que la redujeron sin darle oportunidad de defenderse. El peso de sus cuerpos, sus risas ásperas, el dolor, la impotencia. Revive cada segundo de aquella atrocidad como si estuviera ocurriendo de nuevo. Un escalofrío de repulsión la recorre de pies a cabeza, pero en lugar de quebrarse, su rabia se vuelve un incendio dentro de ella, tan voraz como el que empieza a consumir el lugar.

La adrenalina le inflama la sangre. No es solo un show, es el preludio de una venganza largamente esperada. Desde su posición privilegiada, observa cómo las llamas comienzan a reflejarse en los espejos, creando un laberinto de fuego que engulle la realidad.

Se relame los labios con una sonrisa temblorosa y saca un pequeño encendedor de su liguero. Sostiene un labial rojo y, sin apartar la vista de la audiencia, lo enciende y deja caer gotas derretidas sobre su rostro. Como una lluvia de sangre. Como la bienvenida al infierno que ella misma ha desatado.

—Que llueva sangre —susurra con una sonrisa torcida.

Las gotas rojas resbalan por su mejilla, tibias, como si fueran lágrimas carmesí. Y es entonces cuando abre los brazos, como si abrazara la locura, y susurra al micrófono con voz melódica y retorcida:

—Bienvenidos al Cupidalentín.

Las luces parpadean. El humo comienza a espesarse. Y es en ese instante cuando la audiencia comienza a darse cuenta de que algo está terriblemente mal.

Un hombre en las últimas filas se pone de pie, confundido.

—¿Alguien más huele a...?

Un estruendo lo interrumpe. El fuego alcanza una de las lámparas del techo y estalla en una lluvia de chispas incandescentes. El pánico se desata.

Los gritos comienzan como un murmullo, pero pronto se convierten en un coro desesperado. Las chicas corren, los tacones resbalan sobre el suelo de mármol. Los hombres empujan, algunos intentan huir, todos desesperan al ver que la salida principal ya está incendiada.

Pero en medio del caos, Ángela no se mueve. Se mantiene de pie, inamovible, con el resplandor de las llamas reflejándose en sus ojos hundidos, brillando con una luz malsana. Entonces, ríe. Una risa aguda, escalofriante, que perfora la cacofonía de gritos y crujidos. Una risa que Betty ha escuchado antes. Su estómago se retuerce al reconocer ese sonido.

—No puede ser... —susurra, sintiendo un escalofrío recorrerle la columna.

Gira la cabeza y la ve, allí, en medio del infierno que ellas mismas han ayudado a desatar. Ángela ríe con una demencia cruel, la misma risa chillona y perturbadora de la bruja. Betty la observa, atónita, viendo en ella algo que antes no había notado. La manera en que inclina la cabeza, la forma en que sus labios se curvan en esa sonrisa perversa.

—No. No es posible…

Sus instintos le gritan que huya, que corra hacia la ventana junto al bar, su única salida. Pero algo más fuerte la detiene. La venganza sigue hirviendo en su interior, exigiendo ser completada. Si la bruja ha vuelto, si siempre ha estado aquí, entonces no puede permitir que se vaya sin pagar por lo que le hizo a su prima.



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En el texto hay: asesinatos, estudiantes, violencia

Editado: 08.03.2025

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