Flor increpó a Anteros, como si fuera un estudiante más. Quería decirle que tuviera cuidado, pero no sabía cómo explicarle que estaba frente a un dios de mal carácter.
—¿Es que no le asusta la moto? —cuestionó Ada.
—Quizás sin carretera no produce el mismo efecto —comentó Agus.
—No seas tonto —suspiró.
Agustín se adelantó y se acercó a Flor, con actitud persuasiva. No creía que fuese capaz de sacarla de aquí, ni tampoco que fuera a distraerse mientras el vehículo no hiciera abandono del lugar. Aún así, se agradecía el esfuerzo.
—¿Cómo le permitieron meter esto? Va a arruinar el piso —reclamó la joven—. Aquí jugamos.
—No te preocupes, niña. Ya me voy —habló Anteros.
El motor volvió a rugir y se avanlanzó sobre la jugadora que se encontraba en mitad de la cancha. Ella fue rápida y evadió el primer asalto, cayendo al suelo. No obstante, era imposible que tuviera la misma suerte con el segundo ataque, el cual le siguió inmediatamente. Agustín reaccionó e intentó protegerla, por un segundo creí que los mataría a ambos, hasta que una flecha le pinchó el neumático, justo a tiempo.
—¿De dónde salió eso? —preguntó asombrada.
Agustín la ayudó a pararse.
—Preocúpate de la moto asesina y después de las super flechas —advirtió.
La atrajo a la zona segura, junto a Eros. La pobre se veía cada vez más confundida.
—¿Qué está pasando? —insistió.
—Te resumo. Hermano bueno —expuso Agus, señalando a Eros y luego a Anteros—. Hermano malo.
—Este mortal ha cumplido su parte del trato y lamentablemente, tú también hiciste lo tuyo —explicó el dios del amor—. Ya no sigas abusando de él.
—¿Desde cuándo tú fijas las reglas, hermanito? Si quiero seguir divertiéndome con un humano, nada me lo impide —contestó.
—¿Por qué lo hiciste? —murmuré.
Ya intuía la respuesta, pero aún así la pregunta escapó de mis labios.
Anteros me miró con aires de superioridad antes de responder.
—Porque puedo.
Estos actos eran los que explicaban por qué los dioses griegos se parecían a los humanos. El poder los corrompe. Son capaces de arruinar la vida de una persona y lo hacen, solo por gusto, ya que tienen la facultad.
—No significa que puedas jugar con ellos —dijo Eros.
—No eres el más apropiado para darme esos consejos.
Realmente quería terminar esto sin una pelea, pero dadas las circunstancias, me parecía tan imposible que en el mejor de los casos solo deseaba poder sacar a los inocentes de la arena antes que se convirtieran en víctimas.
El conflicto se solucionó el modo menos esperado. El conciliador sólo entró, y se acercó a Anteros, con una cordialidad que sólo podía explicarse por la ausencia de sus gafas.
—Hola, Eros. Necesito que me ayudes en algo —comentó Hímero.
—Piérdete —escupió el aludido.
El recién llegado arrugó el ceño y observó con mayor detención, moviendo su cabeza de un lado a otro, alternándose entre sus dos hermanos.
—¡Eres Anteros! —exclamó, cuando al fin comprendió—. Disculpa, es que ustedes son tan parecidos... Es decir, físicamente, porque en personalidad... Bueno, a veces también.
¿En serio la humanidad le confiaba los matrimonios a este sujeto?
—¿Y ese quién es? —cuestionó Agustín. De pronto, tres pares de ojos buscaron respuestas en mí.
—El tercer hermano —contesté.
—¿Bueno o malo?
Recordé el desacierto que había tenido conmigo.
—El peor —dije, más bien movida por el resentimiento.
Anteros resopló. Evidentemente su hermano había arruinado su plan, así que mientras le quedara un poco de dignidad, prefirió marcharse, dejando otra moto olvidada.
Adrian iba a estar feliz.
—Bien hecho, Hedoné —comentó Eros, sonriente.
Inmediatamente, el cuerpo del dios más torpe que había conocido se convirtió en una bellísima joven.
—Ni siquiera notó la diferencia —replicó con orgullo.
A mi lado, Flor se desmayó.
(..)
—¿A quién se le ocurrió que mi casa era la base de operaciones? —alegó Adrian.
—Muévete, niño. Tenemos una emergencia aquí —dijo Hedoné, señalando a Agus y Eros, bajando el cuerpo inconsciente de Flor del auto, para meterlo en la casa.
—Dime que no está muerta —suplicó el herrero, mirándome.
—Solo inconsciente. Se desmayó después de ver a Hedoné recuperar su forma original —expliqué.
—Deberían dejar de involucrar gente en esto —comentó.
Hice una mueca, no podía negarle razón.
—Te trajimos un regalo —dije, desviando el tema.
Abrí el maletero, donde con mucho esfuerzo habíamos metido la motocicleta. Era una suerte que el coche de Eros fuera suficientemente grande.
—Voy a reconocer que Anteros tiene buen gusto —elogió, admirando su nuevo vehículo.
Entre los dos lo bajamos y lo guardamos en su cochera, donde las esculturas de Fran y Agnes permanecían inertes. Las saludé al pasar y Adrian me recordó que en realidad no podían escucharme.
—Quizás sí, no puedes saberlo —reclamé.
Lo consideró.
—Bueno, tal vez sea como estar en estado vegetal —meditó.
—¿Cómo se sentirán? —inquirí.
—Como un vegetal —repitió, abriendo la puerta para volver a la casa, donde se encontraban todos los demás.
—Claro, en el hospital los clasifican por hortalizas —mascullé, siguiéndolo—. Allá las zanahorias, a la izquierda los repollos...
Habían dejado a Flor recostada en el sofá, antes de sentarse a verse las caras. Todos sabían qué venía ahora, el tiempo se nos acababa y ya teníamos al culpable, pero ninguno estaba listo para continuar.
Por mientras, pusimos al día a Adrian. Nos turnamos para hablar y de vez en cuanto interrumpíamos al otro para completar con uno que otro detalle.
—Estupendo, solo nos queda invocar a Atenea —señaló el heredero de Hefesto, notablemente aliviado por poder ponerle fin al problema en su cochera.