Enarqué una ceja, confundida.
—¿Y qué asuntos podrías tener conmigo? —cuestioné. La verdad, que un alma mortal como la mía tuviera cuentas pendientes con los dioses me parecía de lo más normal, pero que un ser divino anunciara querer conversar con una debilucha como yo, era motivo de preocupación.
—Me van a denunciar por acoso —explicó.
—Ya, ¿y cómo lo sabes?
Apolo no disimuló ni un poco su disgusto.
—No has prestado atención a ninguna de mis clases.
—No es sencillo teniéndote de profesor —repuse—. Pero si te preocupa la denuncia, podrías comenzar poniéndote al menos una camisa antes de venir a molestar a una de tus alumnas.
Desvió su atención al bolso donde tenía guardada la ropa que me había traído de casa. Estaba abierto y algunas prendas se asomaban a través del cierre.
—Ni lo pienses —advertí.
Se encogió de hombros.
—De todos modos no creo que nada me quede —contestó.
No pude evitar apreciar la musculatura de su torso al desnudo. Quizás podría incluso dejar de quejarme y disfrutar el regalo que el sol me había traído al despertar.
—Bueno, ¿por qué viniste? —inquirí.
—Necesito que fleches a toda la clase conmigo —explicó—. Así me evitaré todo el papeleo de la denuncia y podré seguir trabajando tranquilo.
Me atoré con mi propia saliva.
—¿Es la mejor solución que se te ocurre? —inquirí indignada.
—Iba a pedírselo al idiota en pañales, pero me parece que tú eres más razonable.
—Sin considerar que es imposible que fleche a cada uno de tus estudiantes, existe una solución mucho mejor.
—¿Cuál?
—Podrías dejar de intentar follarte todo lo que se mueva. La humanidad te lo agradecerá.
—No creo que todo el mundo esté de acuerdo.
—Me basta con convencerme a mí misma.
Nos quedamos viendo, en un implícito desafío.
—¡Claro! —exclamó, levantando los brazos—. Te ayudo a curar tus heridas, le hablo bien de ti a mi hermana para que no te mate, no te convierto en girasol, cuido al idiota que convierte a la gente en piedra y encima te revelo que la solución a tu problema está en el mito de Medusa, pero tú no eres capaz de hacerme un simple un favor.
—Espera... ¿Qué? —interrogué.
Los ojos de Apolo se ampliaron al caer en cuenta que había hablado demasiado.
—Que eres muy egoísta —escupió.
—¡No! Lo otro —repliqué, tomando el manual de mitología y buscando el mito de Medusa en él.
Mi interlocutor suspiró exasperado.
—El oráculo incluso me juega malas pasadas a mí, me lo advirtió esta mañana y aún así vine a verte —reclamó, golpeándose la frente.
La puerta de la habitación se abrió estrepitosamente, mostrando a un sonriente Eros con una bandeja llena de comida. Su expresión se apagó tan pronto reconoció al visitante.
—¿Tú que haces aquí? —preguntó—. ¡Adrian! ¡Hay un dios en tu casa!
La respuesta no tardó en llegar.
—¡Ese eres tú, idiota! —gritó.
—¡No! Es decir, sí, pero hay otro... ¿No quieres venir y sacarlo?
—No hables como si fuera una araña sobre su cama –repuso Apolo.
—Las arañas son más agradables —bufó el descendiente de Hefesto, haciendo su entrada. Traía todos los signos de estar recién despertando—. ¿Qué haces aquí?
—No es asunto tuyo —replicó el dios del sol.
—Es mi casa —explicó el herrero. Eros asintió ante esa afirmación, para darle más énfasis a la autoridad de Adrian.
Por un momento creí que Apolo iba a fulminar a Adrian usando los rayos de sol, pero entonces ambos distinguimos la flecha que Eros enseñó, disimuladamente, semi escondida detrás de la cabeza del mortal. La punta dorada resplandecía a tornasol.
Fue entonces cuando nuestro huésped decidió rendirse. Sin esconder la molestia en su rostro, dejó que la luz envolviera su esculpido cuerpo antes de desvanecerse.
Entonces la mañana se reinició.
—¡Buenos días, Liz! Te traje el desayuno —apuntó Eros, reanudando su alegre entrada.
Se sentó en la cama y me acomodé junto a él, apreciando los suculentos bocadillos, la sorpresa de madrugada me había hecho omitir la enorme hambre que tenía.
—No tengan sexo —ordenó Adrian, antes de cerrar la puerta para darnos más intimidad.
(...)
Cuando terminamos de comer, Eros dejó a un lado la bandeja y se recostó. Apoyé mi cabeza en su pecho, mientras él me rodeaba entre sus brazos. Sentía que había pasado una eternidad desde la última vez que habíamos tenido tiempo para consertirnos. Me relajé, sintiendo el compás de su respiración.
—¿Qué quería Apolo? —preguntó.
—Un harem —contesté sin dudar.
Sentí su espasmo, acompañado de una contenida risa.
—Aprecio su persistencia un poco más que su estupidez —declaró.
Guardé silencio, incapaz de compartir una broma con él. La profecía de Apolo se repetía en mi mente.
—También su oráculo me dio una pista —expuse, levantándome un poco para poder mirarlo fijo a los ojos—. La clave estaría en el mito de Medusa.
La sonrisa se Eros se apagó y su rostro adoptó una expresión pensativa. Hábilmente se incorporó en la cama, y sin soltarme, abrió el manual de mitos como si fuera un libro de cuentos y yo, una niña con problemas para dormir.
La página donde comenzaba la historia de Medusa tenía la silueta de una mujer dibujada, con la punta de sus cabellos en el aire, simulando ser serpientes.
Leyó en voz alta lo que había escrito ahí. La historia de una hermosa joven que Poseidon tomó en el templo de Atenea. La diosa, furiosa porque sus aposentos habían sido profanados, castigó a la muchacha, tomando su belleza, convirtiendo su cabellera en víboras y maldiciendo sus ojos, para que transformarán en piedra a todo aquel que la mirase. Por si fuera poco, también la encerró en su Santuario. Un claro ejemplo de por qué provocar la ira de los dioses no era una idea muy sensata.