Cupido Otra Vez

Capítulo 52

Ese día la llamada no fue de Jane, quizás si hubiera sido mi mamá habría dudado, pero no podía dejar a Peter hablando con la contestadora.

—¡Hola, Liz! —saludó con tanta alegría que supe que estaba fingiendo.

—¿Qué hay? —repuse.  No quería sonar pesada, pero ya me había anticipado a todos los posibles desenlaces de esa conversación.

—Tu mamá vendrá de visita este fin de semana, quizás deberías estar presente.

Y ese era justo el final que no me imaginé.

—Gracias por avisar —respondí.

—Jane quiere hablarte.

—Sí, gracias por avisar —repuse, con un tono menos amable, antes de colgar.

Sí había algo que amaba, definitivamente, era cuando los problemas terrenales se mezclaban con los divinos.  Ahora tenía que estar en casa justo el día en que Flor tenía que desafiar a Atenea.

No sé en qué momento mi ingenuidad me hizo pensar que encontraría una solución a tiempo, pero no fue así.

La noche antes que el plazo expirara fue una de las peores de mi vida.  Me levanté a la cocina usando la linterna del teléfono, para evitar encender las luces y ser descubierta.  Esa misma tarde había visto a la mamá de Adrian sacar una botella de vino de uno de los compartimentos, y luego la había guardado, con más de la mitad del elixir.

Quería convencerme que no estaba siendo plenamente conciente de mis actos, sino que la ansiedad y el miedo me movían como a una marioneta, pero en el fondo no estaba haciendo ningún esfuerzo por retirarme dignamente.  Sin embargo también tenía una excusa para eso, no quería intentarlo y descubrir que mi fuerza de voluntad se había agotado.  

En realidad, no lo sabía.

Tomé la botella entre mis manos y justo antes de poder abrirla, las luces de la cocina se encendieron, causándome un sobresalto que me hizo soltarla.  El único sustento de mi vicio se hizo añicos a mis pies.

—Perdón —musité, sin estar segura si me arrepentía más por romper la botella o haber estado a punto de sucumbir.

Levanté la vista y encontré al dios del amor apoyado en el marco de la puerta, junto al interruptor.   Sus ojos me miraban sin la inusual picardia infantil que los caracterizaba.  

—¿Ibas a brindar sola? ¿Qué celebras? —interrogó con reproche.

La madre de Adrian apareció inmediatamente, a diferencia de Eros, quien se encontraba vestido como si fuera medio día, ella sí parecía recién salida de la cama.  Seguramente el ruido del cristal rompiéndose la había despertado.

—Ya lo limpio —hablé.

Me agaché, sin pensar, y uno de los cristales me hizo un corte en la mano.  La sangre no tardó en brotar, haciendo que la dueña de casa saliera de su estupor y corriera a verme.

Abrió la llave y me hizo meter la mano ahí mientras ella buscaba algo con qué cubrir la herida.  No sabía qué decir, balbuceé algo así como una disculpa, que ella pasó por alto, mientras remendaba el caos que yo misma había provocado.  Todo bajo el silencio escrutiño de Eros.

Mientras la observaba barrer los vidrios rotos la culpa me corrompió.  No solo estaba invadiendo su casa, también estaba causándole molestias innecesarias, asaltando su alacena y despertándola en mitad de la noche.

—Los dejo para que conversen —concluyó, luego de terminar su labor.

—Yo... Se lo voy a pagar —Me apresuré en decir.

Ella guardó silencio.  No supe diferenciar entre su lógico cansancio y la reprobación, quizás una mezcla de ambas.

—No se desvelen mucho —contestó antes de irse.

Me dejé caer en una silla y mis ojos se humedecieron rápidamente.   Eros se sentó junto a mí, y al cabo de un rato me di cuenta que no sería él quien hablara primero.

—Me siento muy presionada —expliqué.

—Es comprensible —respondió.

—Entonces, ¿está bien?

—No, Liz.  Es lógico que estés cansada, pero no que te hagas daño.

—¡Nada es lógico! ¿O acaso para ti es razonable que esté en la casa de un descendiente de los dioses, hablando con Cupido, mientras pienso cómo salvar a alguien de la ira de Atenea?

—La verdad es que sí —contestó, con envidiable calma.

Bufé exasperada.

—Ese es el problema, para ti todo esto es normal.  Una maldición, la ira de los dioses, que te conviertan en piedra, no tiene ninguna novedad, así que cómo va a preocuparte.  En cambio yo no, soy humana, nací de una madre y un padre mortales y pasé toda mi vida mirando a los dioses en fotos de esculturas que, por cierto, están Grecia, ósea bien lejos.

Cuando acabé de escupir cada una de mis palabras, Eros tomó mis hombros y sus ojos penetraron en los míos.

—¿Crees que no me importa? —preguntó—.  Si fuera así, estaría en alguna fiesta nocturna, sembrando el caos y el romance por igual, pero estoy aquí.  Quizás no sepa cuál es la solución, sin embargo quiero estar contigo y apoyarte, porque sé que tú puedes encontrarla.  Eres lo suficientemente lista y valiente, así que no nubles tus sentidos, despiértalos.

Mordí mi labio para contener la lágrimas y una vez que estuve segura que mi voz no iba a quebrarse, hablé.

—Soy un fracaso —gemí.

—No lo eres, enfrentaste a más de un dios y saliste victoriosa.  

—Estabas conmigo —sollocé.

—Sigo aquí —dijo, señalando la pieza que colgaba de mi cuello—.  Deberías leer mejor nuestros mitos, si te das cuenta, nosotros no hablamos de santos, preferimos el término: héroes.

Se acercó y me dio un suave beso en los labios.  Se alejó lentamente, dejando el libro de Apolo sobre mis piernas.

Esa noche no volví a acostarme, me desvelé leyendo como si al día siguiente Apolo fuera a interrogarme.

Desperté en mi cama con los primeros rayos de sol, como si nunca hubiera estado lejos de ella.  El manual de mitología descansaba sobre la litera, al igual que si lo hubiera cerrado antes de irme a dormir.  No perdí el tiempo preguntándome por estas extrañas coincidencias y disfruté los beneficios de sentirme como si tuviera cinco años otra vez.



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En el texto hay: mitologia, amor, cupido

Editado: 30.05.2019

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