No quedaba tiempo para resolver el acertijo de Apolo, Eros me estaba siendo de ayuda y Adrian se limitaba a burlarse de mi desesperación. Ada se había vuelto un dolor de cabeza llevadero, desde que mi compañera aceptó el rol de quedarse tranquila y no estorbar, aunque habría agradecido que aprendiera también el arte de guardar silencio y no quejarse por todo. Tenía a Hedoné y Fran haciendo equipo para vigilar a Flor día y noche, con el fin de evitar que hiciera un trato con alguna diosa de dudosa reputación. Lo propio hacia Agustín, quien si quería recibir mi ayuda debía seguir mis órdenes al pie de la letra, lo que incluía cuidar a Nick y vigilar que su médico no hiciera ninguna estupidez en venganza por nuestra actitud del día anterior. Sabía que enviar a un humano desesperado a los brazos del dios más promiscuo que conocía no era una buena solución, pero dadas las circunstancias, era un sacrificio necesario.
Mientras leía el mito de Medusa por décima vez, me llegó un mensaje de lo más inesperado.
Dudé si realmente debía responder, el tiempo no me sobraba precisamente y nada que tuviera que ver con él sería agradable. Aún así, acabé reuniéndome con Victor en la plaza esa misma tarde.
Su sonrisa me recibió con la misma calidez de siempre, ignorando la tensión que había reinado entre nosotros durante el último tiempo y haciendo caso omiso al hecho que acababa de romper con mi hermana hace unos días. Me recordó a mis primeros días de universidad, cuando yo era Elizabeth Sagarra, una joven de campo, recién llegada a la ciudad en busca de un porvenir, cargando una pesada mochila llena de traumas y varias botellas de licor, debido a mi incontrolable adicción. Los dioses griegos no eran más que cuentos antiguos, y cuando estaba sobria, solo podía pensar en lo guapo que estaba mi mejor amigo.
No había nada que extrañara especialmente de aquellos días, quizás solo la ignorancia.
Aún así, mientras caminaba la corta distancia que nos separaba, acompañada por su sonrisa, sentí una extraña nostalgia, y no pude hacer otra cosa más que responder con la misma alegría.
—¿Cómo estás? —preguntó, a modo de saludo.
—Podría estar peor —contesté. Había una triste realidad oculta detrás de esa afirmación, sin embargo para el caso concreto, no era más que el falso optimismo que solía sacar a relucir siempre.
—Siempre se puede estar peor.
—Sí, pero también se puede estar mejor. —Esta vez habló esa parte de mí que había madurado—. Tú sabrás para qué lado inclinarte.
Sus ojos se ampliaron, con sorpresa.
—Hace mucho que no hablamos —concluyó.
—Muchisimo —admití—. ¿Cómo lo llevas?
—Es muy hipócrita decir que estoy mal si fui yo quien acabó con todo —respondió con pesar.
—Al contrario, es absolutamente válido.
Reconocí el alivio en su expresión.
Nos sentamos en una de las bancas y aguardé con inesperada calma que me explicara las razones por las cuales me citó con tanta urgencia.
—Supe que no estas viviendo con Jane.
No pude disimular ni un poco mi sorpresa.
—¿Cómo te enteraste? —inquirí.
—Los rumores vuelan.
—Uhm... Sí.
Mientras no volaran los motivos de mi ausencia, todo estaba bien.
—Creo que puedo adivinar lo que te ha alejado de ella —comentó. El silencio fue mi respuesta—. No voy a decirte que lo que hace está bien, porque no lo es así, pero en el fondo creo que está perdida.
—Ya está vieja para comportarse como una niña —acusé.
—No hay una edad exacta para madurar ni mucho menos para encontrar nuestro camino en la vida.
—¿Y qué sugieres? ¿Que vuelva a casa, le dé un abrazo y le diga que la perdono por todo? —pregunté.
—No podría aconsejarte nada porque yo mismo me encuentro en la misma situación que tú. Yo la quise, de verdad, y todavía, pero ella solo quería usarme.
—No, en realidad, ella quería tener lo que yo no podía por más que lo intentara. Nunca fue contra ti.
Ambos nos quedamos callados, hasta que un tercer interviniente saltó a mis piernas. Era un gato, demasiado aturdido como para estar sano.
—¿Qué son esas caras? —preguntó una anciana, que ya había tenido la oportunidad de conocer. Sin pedir permiso se sentó junto a nosotros y reclamó a su mascota—. Cuéntenme, quizás mi sabiduría ancestral pueda serles útil. Y sino, igual tengo algo en mi casa que los podría ayudar a pensar.
Sí, claro que sí.
—Señora, creo que su gato necesita otro lavado de estómago —observé.
—Oh, te lo llevaré más tarde. ¿Trabajas hoy?
—No, hoy no. Mañana.
Me di un golpe mental, por poco y me olvido de mi pasantia en la clínica veterinaria. Por suerte Adrian vivía cerca.
—¿Quién es ella? —preguntó Victor, confundido.
—Puedes llamarme Afrodita —dijo la mujer, enseñando su dentadura falsa. Le hice un gesto a mi amigo, indicándole que le siguiera el juego—. Vamos, ¿cuál es el problema? A su edad el parque es para besarse y no para andar llorando.
Decidí que quizás una anciana loca era la persona más indicada para contarle mis problemas, dadas las circunstancias.
—Él me gustaba —expuse—, pero se metió con mi hermana.
La mujer amplió sus ojos y lo miró, sin disimulo.
—Fuiste una bomba atómica en esa casa, jovencito —comentó, haciendo con sus manos como si una pelota imaginaria cayera e hiciera explosión.
—Sí, pero Jane nunca me quiso, solo quería hacerle daño a Liz —repuso.
—Esto está mejor que mi teleserie de la tarde —puntualizó la anciana.
—¿Y qué hacemos? —Insistí.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —replicó—. Tuve toda una vida para aprender a solucionar mis problemas y lo único que sé hacer es llegar a mi casa antes de ponerme a llorar.
Nada que decir. Cuánta sabiduría a sus años.
—No voy a negar que ese es un método infalible —apuntó Victor.