Y
—¿Cómo vamos a jodernos las vidas hoy, Cerebro? —interrogué, haciendo alusión al conocido parlamento de una vieja serie de televisión.
—Igual que todos los días, Pinky. Asistiendo a clases —suspiró mi amiga.
Habían días en que llegar a la facultad era una verdadera odisea, pero ese día era especial por sobre todos los demás, porque se nos asignarían los sitios donde realizaríamos nuestras primeras pasantías.
El sistema era sencillo, tendríamos que completar una cierta cantidad de horas ayudando en las labores diarias de lugares relacionados con nuestro oficio. A fines del semestre anterior los alumnos habíamos tenido la oportunidad de postular de acuerdo de nuestras preferencias, pero finalmente ese no era el único elemento a considerar, las calificaciones y los contactos solían ser factores adicionales que influían de sobremanera.
Mi asignación fue una clínica veterinaria que curiosamente quedaba en el mismo barrio donde vivía Adrian. Como ya conocía el camino, esa misma tarde fui a presentarme y acordamos los horarios de trabajo con los dueños. Ya que la programación académica estaba especialmente diseñada para poder tomar las ayudantías, no había demasiada interferencia con las clases y tampoco significó un problema con mi trabajo a medio tiempo en el zoológico.
Me fui tan feliz con mi nuevo logro que no pude evitar hacerle una visita a mi viejo amigo.
Para variar, el descendiente de Hefesto se encontraba en casa, sus manos teñidas de negro delataban que había estado trabajando para los dioses cuando aparecí, pero aún así tuvo la precaución de dejarme pasar.
Me dejó en el recibidor y fue hasta la cocina, a buscar un poco de agua. Se veía acalorado, sus mejillas se encontraban enrojecidas producto del trabajo a altas temperaturas y el sudor corría por su frente.
Sin embargo, ofrecerle algo de beber a la visita era una atención que su indiferencia jamás iba a considerar.
—¿Va todo bien? —cuestionó, sentándose junto a mí.
—Algo así. A que no adivinas. Me contrataron en una clínica veterinaria muy cerca de aquí —expuse entusiasmada.
—Suena bien —contestó con voz monótona.
Conociéndolo, era imposible pedir otra reacción de su parte, aunque tampoco le habría quitado nada alegrarse un poco por mí.
—Estaba muy preocupada, porque no sabía dónde iban a asignarme, pero es un lindo lugar y los dueños son encantadores —me explayé.
—Es bueno saberlo, andarás por aquí más seguido.
Una oración de más de tres palabras. Estábamos avanzando.
—Sí, ¿cómo van las cosas por estos lados?
Adrian se encogió de hombros, sin mostrar demasiado interés.
—Ya sabes, la típica historia del niño cuyos padres se divorcian. Estas peleando quién va a quedarse conmigo y a veces me pregunto si recuerdan que ya tengo más de trece años.
—Suena mal —dije, arrugando la nariz.
—No tan mal como la maldición de Afrodita sobre todos los descendientes de Hefesto, pero sí.
—No sé por qué, pero presiento que no estás en tus mejores días.
—Algo así, Ares quiere un casco nuevo para su cita con Afrodita, y ya he hecho tres, pero ninguno le gusta completamente —explicó cansado—. No entiendo a los dioses y sus caprichos.
—Ya lo creo —combine—. ¿Puedes creer que Apolo ahora da clases en la universidad?
El herrero quedó completamente pasmado.
—¿En serio? ¿Y ahora qué bicho le picó?
—Al parecer Eros le dijo que podía conseguir buenas citas con las estudiantes —expliqué.
Adrian hizo un gesto de reconocimiento.
—Ya veo, ese bicho causa peores pestes que los mosquitos —observó.
—Ni me lo digas.
Aunque a decir verdad, hacía varios días que no tenía ni señas del dios del amor, desde mi fiesta de bienvenida que se había esfumado de la faz de la tierra y por su culpa, casi quedo afónica invocándolo.
—Mirándolo del lado positivo, recibirás clases de un auténtico dios griego, si no aprendes es porque eres una mula —comentó el heredero de Hefesto.
—Linda comparación —señalé, él ni siquiera se inmutó—. ¿Puedes creer que tengo que hacer una investigación sobre Afrodita?
De pronto, su semblante cambió por completo.
—Por lo menos fue piadoso.
—¿Tú crees?
—No te asignó a Artemisa. —Guardé silencio, preguntándome si realmente podía considerarse eso un acto de bondad—. O quizás lo hizo por consideración a su hermana, quién sabe. Como sea, te esperan meses de dolor y sufrimiento bajo su mano. Y yo que pensaba que mis clases eran horribles.
—Tú sí sabes subir el ánimo —observé.