Quizás Hedoné se esforzó en que no hubieran demasiados dioses presentes, pero definitivamente no hizo puso el mismo empeño en reducir el número de asistentes humanos. Sólo por mencionar, Peter y su Trigre, Nick, Agnes, Agustín, Sandra, Ann y Julio, e incluso, Jane y algunas de sus compañeras de clase asistirían a presenciar mi casi ineludible derrota. Y tenía toda mi fe puesta en ese casi.
Repasé mi closet un montón de veces preguntándome qué debía usar para enfrentar al "Rayito de Sol", sin que nada me satisfaciese por completo. No iba a llegar como dama griega y no tenía nada que se pareciera a una armadura espartana, ni ropas de cazadora y en general, mi armario entero parecía demasiado simple.
Finalmente mis ojos fueron a parar en el suéter que Atenea me había regalado.
De acuerdo, necesitaba toda la ayuda posible.
Y hablando de ayudas, ese fue el momento preciso para recibir otra colaboración caída desde el cielo. O del Olimpo, como prefieran.
Ver a Adrian en mi departamento me hizo creer que todo esto podía ser un sueño y en cualquier momento iba a despertar, hasta que vi lo que traía en sus manos. Un arco.
—¿Y eso? —cuestioné.
—¿Estás sola? —preguntó, para asegurarse que nadie más lo escuchara.
—Peter está trabajando y mi hermana salió a comer con Victor.
Suspiró aliviado, y procedió a exponer.
—Mejoré el diseño. El arco que usas para enamorar a la gente no puede ser visto por ojos humanos y el que te pasé para entrenar en el club es un prototipo común y corriente, así que trabajé en uno especialmente para hoy —explicó—, aumentará tus probabilidades de acierto, es liviano, y pensado especialmente para ti.
Recibí el regalo que me ofrecía sin saber cómo corresponder a su bondad.
—Darte las gracias se queda corto —musité, sorprendida.
—Préstame tu sillón para echarme una siesta, no he dormido nada, y si tienes algo para comer, considera tu deuda pagada. Recuerda que me gusta el café amargo.
Me hice a un lado para dejarlo pasar, pero no lo dejé ir muy lejos. Sentí su cuerpo tornarse rígido cuando lo abracé, en un incontenible impulso, demostrando no estaba acostumbrado a los gestos de afecto.
—¿En cuánto rato más te vas? —preguntó.
—Dentro de dos horas vendrá Henry, me iré con él y Fran —contesté,
—La psicópata y el futuro juguete sexual de Apolo —concluyó—. Bien, me sumo al viaje.
Y así fue. Adrian roncaba en mi sofá cuando Henry llegó acompañado de la hija biológica de su archienemigo. Ambos nos subimos y emprendimos un silencioso camino rumbo a la carretera.
La celebración era de esos eventos medio agrícolas, que se celebraban en las afueras de la ciudad, en aquellos espacios abiertos, de tierra y pasto, con árboles frutales creciendo alrededor, donde los emprendedores tenían un espacio para vender sus productos y los visitantes, una oportunidad para probar sus destrezas en distintos juegos.
Ares, por supuesto, sería el juez en el torneo de arquería. El dios de la guerra fue incapaz de disimular su disgusto cuando leyó la consigna de amor hacia Atenea escrita en mi pecho.
—Atenea, siempre Atenea —bufó—. No vuelvo a ayudarte a romper una maldición.
Considerando el problema en el que me había metido, me hacía un favor manteniéndose lejos la próxima vez.
—Así que tú eres la nueva flor en el jardín de Apolo —advirtió alguien a mis espaldas. Un hombre robusto, de cabello negro alborotado y un vaso de vino en su mano se acercó a nosotros, no necesitaba presentación para saber de quién se trataba—. Serás un hermoso girasol, sin duda. Puedes tomar todo lo que quieras, ya que será la última vez.
Había algo macabro en la alegría con la que se expresaba, no me estaba dando las condolencias, tampoco me estaba felicitando. Más bien, parecía contento por Apolo.
Sin embargo, lo realmente malo fue que me acercara su vaso lleno de vino. Tan pronto el aroma invadió mis fosas nasales, mis dedos temblaron. ¿Por qué todo el mundo insistía en usar mi única debilidad conocida en mi contra?
—Ella no aceptará nada que pueda afectar su rendimiento antes de la compencia —acusó Adrian. Su tono era seco y determinante, capaz de hacer retroceder a un dios.
—Entiendo. Tienen que hacer de este duelo memorable —convino Dionisio, recuperando su buen humor. Entonces comprendí, no estaba feliz ni por mí ni por Apolo, solo estaba orgulloso de que escogiéramos su fiesta para llevar a cabo nuestro torneo—, digno de retratarse en la historia de Grecia. Hace tiempo que la historia no habla de nosotros, antes los humanos organizaban los bacanales en mi honor, ahora yo mismo debo procurarlos.