Cupido Otra Vez

Capítulo 23


Tener fe era una de las tareas más difíciles y curiosamente, también el consejo más usado cuando todo va mal.  Y este era precisamente uno de aquellos momentos donde ni siquiera la esperanza no parecía suficiente.

Y mientras me reventaba los sesos pensando en una solución, recibí la detestable noticia.  Los vidrios del automóvil incrustados en sus ojos le habían dejado ciego.

Ni siquiera me atreví a entrar, me quedé de pie en la puerta, escuchando cómo le gritaba a sus padres, incapaz de contener su propia rabia.  Ese fue el estallido definitivo, luego de intentar conservar la calma a la espera de un milagro, la devastadora noticia había acabado por destruirlo.  Al darme cuenta que mi presencia estaba de sobra, solté la manilla y lentamente me fui alejando por el pasillo. Así, como explotan los volcanes, yo también me quebré. 

Primero se formó un nudo en mi garganta, uno que fácilmente pudo haberme asfixiado, pero era imaginario, y al final pude vencerlo en un descontrolado grito.  Esa era la diferencia entre mi dolor y el de Nick, el mío era abstracto, inmaterial y provenía de mis perturbadas emociones, podía vencerlo si tenía la suficiente fuerza.  El suyo era una secuela imborrable, que escapaba de su control. 

—¡Estúpida Eris! Eres la más desgraciada de los dioses. ¡Él no te había hecho nada, maldita! —grité contra el viento. 

Sabía que estaba en un hospital y probablemente hubieran médicos considerando hacerme un examen mental, pero no podía importarme menos. 

Ahí fue cuando un guardia se me acercó y me sugirió abandonar el pasillo.  No es que fuera una petición a la que pudiera negarme, así que emprendí camino a la sala de espera, donde podría despotricar con un poco más de libertad. 

Cegada por la culpa y la ira, ni siquiera me di cuenta cuando choqué con una de las enfermeras. 

—Disculpa —mascullé entredientes, pero mis palabras murieron tan pronto reconocí el rostro de la mujer—. ¡Bruja griega! Devuélvele la vista a mi amigo. 

—Ya es tarde, cariño —contestó con tanta naturalidad que creí que estábamos hablando del desastre que quedaba en mi cabeza cada vez que me aplicaba mal el tinte. 

—¿Cómo? ¡No! No puede ser tarde, es tu culpa.  Ahora arréglalo. 

—Eres tan adorable —señaló, como si fuera una niña mimada pidiendo un dulce—. Lamentablemente ni el  dios de los desaciertos ni el rayito de sol te han enseñado a no intervenir en asuntos divinos, ¿en serio creíste que me iría de brazos cruzados? ¡Arruinaste mi travesura! 

La inmadurez de los dioses no dejaba de sorprenderme.

—¡Pero no era necesario! El problema era entre tú y yo. 

—Sí, pero tú no tienes ninguna gracia, la ignorancia de los humanos es lo que los hace tan divertidos. 

Mi rostro enrojeció de enojo e impotencia. 

—¡No puedes dejarlo así! —alegué—.  Tiene que existir una solución. 

—Probablemente exista —meditó. 

—¿Qué debo hacer? 

Eris se encogió de hombros. 

—No sé, pregúntale a alguien.  Este lugar está lleno de doctores, alguno debe saber la respuesta. 

No podía evitar sentir que se burlaba de mí. 

Un escándalo en el pasillo interrumpió nuestra discusión, apenas fui consciente de lo que decían hasta que un grito agudo de una de las secretarias llamó mi atención por completo.

—¡¿Cómo que alguien cambió muestras?! —exclamó.

La mujer junto a ella, quien debía ser una auténtica enfermera, le hizo un gesto para que bajara la voz.

—Es un caos, tenemos que ser discretos hasta solucionarlo —dijo.  Debo decir que usó el calificativo perfecto, considerando a la diosa que tenía en frente.

—Es hora que me vaya —declaró Eris, dando media vuelta y caminando tranquilamente a la salida.  Maldije cada uno de sus pasos.

—¡Eros, desgraciado! —exclamé, ganándome un par de miradas reprobatorias por parte del personal. 

Inmediatamente, de una de las puertas salió un hombre alto,  vestido con la bata blanca de los médicos, con la insignia del hospital bordada sobre su pecho, que casi provoca que la baba cayera de mi boca.  Cuando leí su supuesta especialidad, mi cerebro se debatió entre la risa y la indignación. 

—Cardiologo, ¿en serio? —cuestioné. 

—Mi especialidad son los temas del corazón —dijo Eros, orgulloso. 

—Estas peor de lo que pensé —aseveré—.  Déjame adivinar, te acaban de contratar y hoy en la tarde renuncias. 

—En realidad Apolo es el dueño de este hospital así que en teoría ni lo uno ni lo otro. 

Mi boca se abrió. 

—Creí que era profesor de la universidad —objeté. 



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En el texto hay: mitologia, amor, cupido

Editado: 30.05.2019

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