Luego de llevarme el susto de mi vida al pensar que Adrian quería ser flechado con su madre, descubrí que ese solo había sido otro de aquellos lapsus en que ignora lo que le digo y solo sigue con lo que estaba diciendo.
—Quiero que fleches a mi madre con mi padre —explicó.
No pude evitar suspirar aliviada.
—Deberías tener cuidado de donde pones las pausas —pedí—. El suspenso no me hace bien.
—¿Lo harás? —preguntó Adrian, evidentemente ignorando mis reclamos.
—Claro, solo explícame por qué debería flechar a una mujer con su esposo, no es como si...
Me quedé en silencio al caer en cuenta que tal vez estaba hablando demás.
Los ojos de Adrian lo confirmaron. Michelle Katsaros no amaba a su esposo.
Debo decir que me sacaba un peso de encima saber que no estaba frente a un hijo con algún extraño síndrome que lo hiciese desear a su madre, después de todo el síndrome de Edipo debía su nombre a los griegos, pero la realidad igual me dolía un poco, podía imaginar lo difícil que era crecer con padres que no se amaban.
—Pero, ¿por qué? —inquirí.
Adrian agachó la mirada. —Esperaba que pudieses hacerlo sin preguntar demasiado
Lo entendía. Él era una persona demasiado reservada y hablar de estas cosas con una extraña, a quien ignoraba la mitad de las veces, debía ser duro.
Sin embargo para mí era una buena oportunidad, el acuerdo con Cupido decía que debía armar tres parejas, sin ninguna otra especificación, y nada mejor que arreglar un matrimonio para completar una de mis metas. Prácticamente tenía la mitad del trabajo hecho, una casa, un hijo, un pasado juntos. No sería complicado hacer que su relación funcionara, solo faltaba amor.
—Esta bien —acepté.
Una sonrisa se asomó en su rostro, era una expresión de alivio, de agradecimiento y de cansancio.
Pasó su mano por mi lado y abrió la puerta que se encontraba a mis espaldas.
—Si tienes algún problema con el arco, puedes traerlo para que le haga mantenimiento —propuso.
Agradecí su ayuda y me largué.
Eran cerca de las seis de la tarde, aún tenía que pasar por la tienda antes de regresar al departamento. Suerte que de camino había un supermercado. En cuanto entré me quedé de piedra al darme cuenta que estaba cargando un arco a mis espaldas. Me detuve, esperando que los guardias llegaran a detenerme, cosa que no ocurrió. Al cabo de unos minutos me di cuenta que la gente continuaba haciendo sus vidas, ignorándome por completo.
Avancé con cautela, mirando a las personas a mi alrededor y esperando cualquier expresión de miedo o preocupación. Nada.
Llegué al pasillo de los huevos, sin que nadie me hubiese dirigido la palabra.
Di un salto al escuchar una fuerte música provenir de los parlantes, seguida por una animada voz llamando a los clientes.
Pensé que estaba paranoica, pues era imposible que la persona que hablaba fuese quien estaba pensando, a pesar de la gran similitud de sus voces, pero antes de poder deshacerme de la idea, lo vi, confirmando mis bizarras sospechas.
Ahí estaba, en el centro del supermercado, sobre una improvisada tarima, una pila de productos en oferta y un montón de gente prestándole atención.
—Por favor, que sea un mal sueño —supliqué.
—¡Tenemos a nuestra segunda participante! —exclamó Cupido, desde la tarima, y entonces me señaló—. ¡La bella pelirroja de ahí!
Miré en cualquier dirección, aunque en el fondo sabía que me estaba hablando a mí.
Eros se bajó de la tarima y llegó a mi lado, pasó su mano por mi hombro para empujarme al escenario, mientras con la otra sujetaba el micrófono y continuaba animando el show.
—Cupido, voy a matarte —amenacé.
—Querida, soy inmortal —murmuró él, evitando que se escuchara a través del micrófono.
«Pero yo no lo soy, idiota, y vas a conseguir que me dé un infarto» pensé.
Empujada por él, me subí a la tarima, quedando expuesta a una sonriente multitud, con mi caja de huevos entre las manos y mi arco encima de mi hombro. No podía sentirme más estúpida.