Desperté producto de la violenta acción de mi hermana, quien sin ninguna consideración, me lanzó un vaso de agua fría en la cara. Di un saltó y pegué un grito tan grande, que de seguro les sirvió de despertador a los vecinos.
—Arriba —ordenó Jane—. Tienes clases.
—¿De verdad es lunes? —inquirí, restregando mis ojos.
Jane no dijo nada, fue hasta mi ventana y corrió las cortinas. Las luz solar lastimó mis córneas, así que tuve que cubrir mi rostro con mis sábanas húmedas.
—Eres un desastre, no sé qué harías sola en esta ciudad —suspiró—. Anda, muévete. No es mi culpa que hayas llegado de madrugada con quién sabe cuántas copas extra.
Intenté aclarar mi mente, los recuerdos comenzaron a llegar uno a uno. Estaba con Sandra y Ann, dos compañeras de clase, fuimos a beber a un bar con unos amigos de ellas, la conversación tomó varios rumbos, hasta que acabamos en una discoteca, y luego, de alguna manera había llegado a casa.
—Estoy tan cansada —refunfuñé.
La cabeza me dolía demasiado, y mi estómago parecía contener una peligrosa bomba.
—Anoche lo debiste pasar muy bien, no dejabas de hablar de un dios del amor —contestó mi hermana—. Solo espero que no te caiga el Espíritu Santo.
Mis ojos se abrieron, la espesa neblina que cubría mis pensamientos se disipó y de pronto estaba de pie, con todos mis sentidos alertas.
—¿Qué más te dije? —exigí a mi hermana.
—Cosas sin sentido, Lizzie, como todos los borrachos —respondió, restándole importancia—. ¿Sabes? Algún día mamá se va a enterar que te atrasaste un semestre por andar de fiesta y entonces no solo te van a castigar a ti, sino que a mi también, por encubrirte.
Bajé mi mirada, debo reconocer que no me enorgullecía de no poder recordar la mitad de lo que había hecho durante mi primer año.
Jane abrió mi armario y rebuscó entre mi ropa, combinando una serie de atuendos en el pequeño espejo que tenía junto a la puerta.
Como la habitación era pequeña, solo bastaba con lanzar las prendas para que éstas aterrizaran en la cama. Pronto, el cobertor quedó completamente cubierto de distintas telas.
—¡Esta es mi blusa! Creí que la había dejado en el campo —exclamó, mientras revolvía mi closet—. ¡Oh! Extrañaba estos leggins.
Sus reclamos continuaron, hasta que finalmente, un outfit la convenció por completo.
—Ponte esto —ordenó, lanzándome una camiseta y unos jeans apegados.
No era lo que yo solía usar para ir a la universidad, e incluso podría jurar que la camiseta era de ella.
—¿Desde cuándo eliges mi ropa? —pregunté.
—Puede que tú no lo recuerdes, Elizabeth Sagarra, pero yo te prometí ayudarte a conquistar a ese compañero de clases que te trae mal —explicó con determinación—. Así que será mejor que se prepare, porque no va a poder ignorarte más.
De pronto, no supe si el vacío en mi estómago era producto del alcohol, la falta de un desayuno, o sus palabras.
💘💘💘💘
Ahora que Jane era una chica con novio, y su novio tenía un auto, podía olvidarse de la horrible mundanidad de tomar el autobús. Por mi parte, yo era una triste soltera, sin licencia ni auto, así que me tocaba ir en la locomoción colectiva. No es que no hubiese espacio para mí en el Kia de Victor, sino porque no quería ser la sanguijuela resentida del asiento atrás.
Sin embargo ese día, pese a mis reclamos, Jane logró subirme al auto, usando el chantaje más bajo, ese que solo los hermanos pueden usar entre ellos: acusarme con mamá. Viéndolo así, un paseo en coche no sonaba tan mal.
—Te arrepentirás —amenacé, tomando mi sitio en el asiento de atrás.
Inmediatamente sentí que mi cuerpo se oscurecía, tornándose largo y gelatinoso, mientras que mis brazos y piernas eran consumidos por una fuerza desconocida. De un momento a otro, me convertí en una sanguijuela resentida.
Victor estacionó cerca de nuestra facultad, deseé con todo mi ser que no se le ocurriese la estúpida idea de llegar juntos a clases, porque no iba a aceptar una propuesta tan indecorosa. No iba a llegar con el novio de mi hermana, quien por cierto, me traía loca hace bastante tiempo.
—Acompañaré a Jane hasta su facultad —informó Victor, pero antes que pudiese gritar victoria, agregó—, ¿puedes guardarme un puesto en la tercera fila?
Intenté no tomar la petición como una posibilidad de que volviésemos a sentarnos juntos en clase, porque no iba a aceptarlo.
—Creo que Fran guardará para mí, pero puedo dejar algo en tu asiento, para que lo muevas después —ofrecí con amabilidad.
En realidad Fran no me reservó nada, ni siquiera le había hablado en toda la mañana.