Mi madre nos recibió a todos con una radiante sonrisa y una cálida cena junto a la chimenea, para alejar el frío de la noche.
Así era ella, tierna, atenta y dedicada, Amaya Sagarra, era más parecida a su hija mayor, la menor, lamentablemente había sacado los genes de su progenitor masculino.
—No saben lo feliz que estoy de tener a mis niñas en casa —comentó, mientras servía el pollo recién horneado.
A su lado, Vanessa revoloteaba, fingiendo ser alguna especie de animal salvaje.
Vanessa Cardozo era la más pequeña de la familia, mi tío Robbie la había traído por el fin de semana, para que su hermana se hiciera cargo de ella, y así poder terminar un proyecto en el que estaba trabajando.
—¿Por qué está el auto de Henry aparcado afuera? —preguntó Jane, de pronto.
Miré por la ventana de la cocina, y efectivamente, descubrí un viejo automóvil negro estacionado junto a la casa.
—Tú tío le pidió a Henry que trajera a Vane —contestó mi madre—. Ese hermano mío está tan ocupado que ni siquiera es capaz de traer a su propia hija.
—¿Va a dormir aquí? —pregunté preocupada.
—Y sino, ¿dónde? —replicó mi madre.
Jane fue incapaz de contener su alegría.
—¡Que perfecto! Mañana podemos ir los cuatro a recorrer, podemos subir el cerro hasta el arroyo y mostrarle el sitio a Victor —exclamó.
Hice una mueca de disgusto, el mundo parecía conspirar en mi contra este fin de semana.
—¿Por qué pones esa cara, Liz? —interrogó mi cuñado.
—No es nada, solo creo que despertaré inexplicablemente enferma mañana —respondí.
Henry era algo así como un primo para nosotras, su padre quedó huérfano cuando niño y fue criado por mi abuela, como un hijo más, en consideración a la gran amistad que tuvo con la difunta señora. Mi madre y mi tío veían al padre de Henry como un hermano, y por ende, era nuestro primo en afectos.
—Entonces nos quedaremos pintando —propuso mi pequeña prima.
—Tú y Henry se llevaban bien cuando niños, no entiendo porqué lo evitas ahora —comentó mi madre.
—Es que Henry se le declaró poco después de ser aceptada en la universidad —explicó Jane, despertando aun más el interés de su novio en escuchar la historia.
—¿Y qué ocurrió luego? —preguntó inquisitivo.
—Por favor, no me hagan recordarlo —supliqué.
—Tuvieron un noviazgo de veinticuatro horas —contestó mi hermana—. Fue de esos romances cortos pero intensos.
Todo el mundo se echó a reír mientras yo me hundía en la silla. Este era justamente el tipo de acontecimientos que no quieres recordar cuando el chico que te gusta está de visita.
La cena resultó amena para todos los asistentes, descontándome. Mi madre a veces era ruda para expresarse, pero no era una mala persona ni mucho menos iba a convertirse en el prototipo de suegra-bruja a la que muchos hombres temían. En el fondo era una mujer sensible, que había sufrido demasiado e intentaba sobreponerse.
De alguna manera, debo admitir que extrañaba mi hogar, la estufa a leña, el inmenso jardín, los perros persiguiéndome, la luz de las estrellas en el cielo, el olor a pan recién amasado en la cocina, y mi vieja cama.
Cuando terminé el colegio decidí no ir a la universidad, sino que me quedé un año más encerrada en mi humilde casa, cuidando a mi madre y ayudándola con todos los quehaceres mientras me preparaba para las postulaciones.
Salir de casa se sintió más duro, sobretodo luego del incidente de mediados de año con mi padre, luego de eso, la vida familiar no volvió a ser lo mismo.
Mi habitación estaba tal cual la había dejado la última vez, el escritorio lleno de lápices gastados, el armario con la mitad de mi ropa guardada, las muñecas con las que jugaba cuando niña sentadas en una repisa y algunas fotos ubicadas en lugares estratégicos, aunque algo me decía que mi madre había estando cambiando las sábanas de la cama y barriendo el polvo cada cierto tiempo.
Caí en la cama y me quedé mirando el vacío un buen rato, esta vez no había vino escondido, y comencé a anhelar su sabor. Me pregunté si aún estaban guardadas las botellas de mi padre en la cocina, pero no podía comprobarlo mientras mi familia no se fuera a dormir.
Esperé junto a la puerta a que todos se fueran a acostar antes de ir a revisar a la cocina.
Caminé lo más silenciosa que mis pies me permitieron y revolví las estanterías, hasta que encontré lo que buscaba.
En ese momento escuché la puerta de la casa abrirse, busqué desesperadamente un lugar para esconderme, pero no había un solo lugar donde pudiese meter mi cuerpo, salvo la nevera.
No quería encontrarme con Henry, con una botella de alcohol en las manos, a altas horas de la noche. Definitivamente no.