Hay personas que inevitablemente te conocen demasiado, al punto que eres incapaz de ocultar lo que piensas. Henry era ese tipo de personas, pero lo peor, era que ni siquiera podía ocultarle mi pasado.
—Espero que el novio de Jane no haya tenido la imprudencia de preguntar por tu padre —comentó mientras caminábamos.
Sabía que no era una pregunta malintencionada, pero aún así no pude evitar congelarme al oírla.
—No, fuimos amigos antes que comenzara a salir con Jane. Él sabe que es un tema tabú, y comprende que no debe indagar más allá —conteste
—Con que "fueron" amigos —observó.
—Bueno, aún lo somos, pero es complicado —expliqué con tristeza.
El camino se hacia cada vez más estrecho, la suave brisa mecía las ramas, que a estas alturas del año estaban cubiertas por brillantes hojas. El olor de las flores silvestres impregnaba el ambiente, y la pacífica armonía apenas era interrumpida por el canto de las aves, y nuestras pisadas sobre la tierra seca. Toda mi energía parecía renovarse por el efecto de la naturaleza. Hasta que un fuerte sonido arremetió contra el silencio.
Intercambiamos miradas consternadas, pues no era habitual que el ruido de una moto irrumpiera el sendero que estábamos transitando. Sin considerar que, en teoría, el conductor estaba invadiendo propiedad privada.
En menos de un minuto, una moto negra apareció por la ladera, y se detuvo frente a nosotros. Mis ojos se abrieron al reconocer el rostro del intruso, en cuanto se quitó el casco. Adrian Katsaros.
—¿Adrian? ¿Qué...? —No sabía exactamente qué preguntar, sin delatar frente a Henry que se trataba de un descendiente de los dioses.
—Elizabeth, necesito que me lleves a ver los nogales —exigió.
No era sorpresa que Adrian ignorara a Henry, quien era un completo desconocido para él, tampoco que llegara sin saludar a nadie o que fuera directo al punto. Lo que sí me sorprendía era su presencia en mi campo, su petición tan extraña, y que por primera vez parecía ser consciente de mi nombre.
—Oh, claro. Yo te llevo —accedí.
Le tuve que asegurar varias veces a Henry que conocía a Adrian, al punto que llegué a decirle que yo misma lo había invitado a conocer los nogales. Esa fue la única manera que me dejara partir con un completo desconocido. La situación era extraña, tenía que admitirlo, y probablemente tendría que inventarle una excusa aún mejor a mi madre si es que mi amigo de la niñez llegaba con el chisme a casa. Por mientras, solo me interesaba guiar al heredero de Hefesto hasta los árboles que daban el nombre a nuestro campo, después de todo me sentía en deuda con él.
Finalmente, logré que el humano no deseado diera media vuelta y regresara a la casa. Para no sentirse tan rechazado me contó que aún tenía encargos por hacer, desde que mi madre estaba trabajando en la industria pastelera, él era su repartidor favorito y la ayudaba cada vez que iba de visita.
No pude evitar que la culpa me punzara por dentro.
Una vez que estuvimos solos me ofreció un casco para subirme en su moto. Nunca había montado en un vehículo con menos de cuatro ruedas, ni siquiera en bicicleta, por lo que me negué rotundamente. Por supuesto, él ni siquiera prestó atención a la enorme lista de motivos que comencé a enumerar. Así, mientras yo reclamaba contra el viento, Adrian acomodó el casco sobre mi cabeza, dándome a entender que no iba a escuchar mis razones.
A veces me preguntaba cómo hacía las filas de supermercado si siempre pasaba por alto a las otras personas. Probablemente se colaba sin ser invitado.
En definitiva, luego de mi primera experiencia en moto puedo decir que nunca más subiré a uno de esos vehículos infernales. Demasiada velocidad e inestabilidad. Temí todo el trayecto caerme hacia atrás, o que se volcara, pero no podía cerrar los ojos y tuve que mantener mi atención fija en el camino, para poder guiar al conductor que no hacía ni un esfuerzo en ir más despacio, de modo que mi cerebro pudiera coordinarse con las indicaciones.
Cuando al fin llegamos al sendero de los Nogales salté de la moto y abracé el primer árbol que se cruzó en mi camino. Pude haber besado la tierra, pero no quería parecer una loca desesperada, aunque en realidad lo fuese.
Adrian aparcó y comenzó a hacer extraños gestos en el aire, mientras iba de un lado a otro. Por un momento consideré que no era la única aturdida por la velocidad.
—¿Qué haces? —inquirí. Me miró como si recién recordara algo importante, caminó hacia mí, y apoyó su mano en mi nuca.
—Olvidé que eres humana —comentó, con una naturalidad que se me hizo casi irreal—. No sé bien cómo se hace, pero creo que esto bastará.
Sus palabras me parecieron un acertijo, hasta que golpeó mi nuca con suavidad, mis ojos picaron y luego de parpadear un par de veces, unas herramientas aparecieron sobre la moto. Adrian se apartó y se dispuso a descargar su equipaje.