Finalmente llegó el sábado, y la fiesta de cumpleaños de Ann, una de mis compañeras de clase. Hubo una larga lista de asistentes, pese al sencillo panorama: ir a beber a algún bar, y luego bailar en una discoteca cualquiera. Por fortuna, Victor declinó la invitación por motivos personales, que incluían a Jane. Tenía la esperanza de que la ausencia de mi amor platónico significara que por fin podría disfrutar de una salida con amigos, pues verlo constantemente en mi departamento y en clases volvía mi existencia insoportable. Nada podría arruinarme la noche.
Aún así tuve que aguantar a mi hermana ir de un lado a otro por todo el departamento, preparándose para su cita, y enseñándome una serie de vestidos para la ocasión, cada uno más lindo que el anterior.
—Nunca tengo qué ponerme —suspiró cuando se probó el séptimo atuendo de la noche. Irónico.
Para mi consuelo, Fran llegó temprano y pudimos enfocarnos en nuestro propio evento. Mi amiga me ayudó a ondular mi rojizo cabello, y luego yo planché el suyo. En ocasiones es tan cierto que las de pelo liso querían tener rizos y viceversa. Mientras nos preparábamos, me hizo algunas preguntas sobre su chico de las pizzas, a las cuales yo respondí con monosílabos y una breve explicación de por qué nos conocíamos.
A diferencia de mi hermana, yo tenía mi conjunto listo. Una blusa azul, acompañada de pantalones, chaqueta de cuero, y unas botas con el tacón necesario para poder lucir más alta y bailar a la vez. Este último era un talento que desarrollé luego de muchas noches de fiesta.
—¡Es tan maravilloso que me cuesta creerlo! No puedo encontrar otra explicación que no sea el destino, Lizzie. ¿No lo crees?
El destino, o quizás un dios resentido, buscando sembrar el caos.
—Puede ser —convine.
—Por lo menos podrías intentar sonar entusiasmada —recriminó.
—Lo siento, es solo que me suena demasiado artificioso, como si todo estuviese cuidadosamente concertado. ¿No te causa ni la más ligera desconfianza? —Me excusé.
—No seas amargada, Elizabeth.
—Lo siento, tal vez debería ser una pobre ilusa, considerando que mi madre me enseñó a deletrear Fitzwilliam Darcy apenas aprendí a leer.
—Que pesada —acusó, cruzándose de brazos, hasta que una maliciosa sonrisa iluminó su rostro—. Menos mal que tu madre no era fanática de Divergente, o habrías estado toda tu vida rindiendo culto a un maldito número.
Su broma logró sacarme una carcajada, que no tardó en convertirse en una amarga sensación.
A veces imaginaba a mi madre en su juventud, la veía como una mujer inocente, esforzada y soñadora, suponía que pasaba gran parte de sus tardes leyendo novelas románticas. Debido a que las ganancias del campo no eran suficientes para comprar libros, debía repetir la lectura de los que tenía a su alcance. Así, se enamoró de un personaje literario, para que luego la realidad le diera por la espalda. Era tan ilusa y sensible como para creer que algún día el hombre que amaba iba a cambiar por ella, y que el amor sería suficiente para sanar sus heridas.
Pero en realidad no podía culparla. ¿Qué se puede hacer cuando el amor no es suficiente? Supuestamente era la fuerza más grande en la tierra. ¿Existían los daños irreparables? ¿Las heridas imposibles de curar? Si eso era así, yo estaba condenada a sufrir por el resto de mi vida, atormentándome por aquella noche. Soñando con disparos y despertando para borrar los recuerdos con alcohol. Eso no me volvía mejor que mi padre, sino que me hacía igual a él.
Agaché la mirada, preguntándome si tal vez lo mejor era dejar a Fran ser feliz con su conspirativo romance, o exigir a Eros una explicación.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Fran, analizando la corona que Apolo me había regalado.
Me sobresalté a tal punto que cualquiera habría pensado que estaba escondiendo droga, pero me obligué a guardar la calma.
—Ah, eso. La hice en el campo —tartamudeé—. En mi tiempo libre.
—Esta hermosa, me recuerda a esas coronas griegas que usan las chicas en las películas —comentó, probándosela y viendo cómo le quedaba en el espejo.
—Esa fue mi inspiración. —Mentí con una facilidad indignante.
El teléfono salvó el día. Una llamada de Sandra bastó para saber que nos estaban esperando afuera. Fran salió primero, y corrió al recibidor, exigiendo que me apurara. Yo, todavía sumida en mis pensamientos, me lo tomé con más calma, y antes de cerrar la puerta de mi cuarto me detuve a contemplar el arco que reposaba contra la pared.
Debí haberlo dejado ahí, me habría salvado de un montón de problemas, pero tontamente pensé que una fiesta podía ser el lugar ideal para unir el destino de los mortales, así que tomé.