Cupido por una vez

Capítulo 25

 

    Abrí otra lata de cerveza sin saber exactamente cuántas llevaba a estas alturas. Para responder a la interrogante, miré la bolsa de limones y al descubrir que todavía quedaban suficientes para dos o tres vasos más, decidí que no había ingerido demasiado en las últimas horas. 

Eran apenas las seis de la tarde, había terminado mis clases hace dos horas y desde entonces, me abandoné en el recibidor de mi departamento. Jane todavía no llegaba, y a decir verdad, no la esperaba, podía no llegar a casa ese día y poco me iba a importar. 

De pronto, el sonido del timbre retumbó en las paredes de mi cráneo, anunciando que mi paz había llegado a su fan. 

—Por favor, Jane, sé que tienes llaves —refunfuñé, levantándome del sofá. 

Abrí la puerta, lista para encontrarme con mi hermana o su novio, pero me detuve en seco cuando encontré el rostro del invitado más inesperado. 

—¿Desde cuándo tocas el timbre? —pregunté, cruzándome de brazos para disimular el ligero tambaleo de mi cuerpo. 

—Quise ser educado —respondió. Pudo haber sonado como una disculpa si tan solo se hubiera esforzado un poco más—. ¿No me vas a dejar entrar? 

Dudé, pero finalmente me hice a un lado, permitiéndole la entrada al dios del amor. Se detuvo junto al sofá e hizo una mueca de disgusto al ver las latas vacía sobre la mesa, antes de dejar caer al piso un enorme carcaj repleto de flechas doradas. 

—Te traje municiones —explicó—. Supuse que no debían quedarte muchas. 

Lamentablemente tenía razón, después de mi estelar en el Olimpo, apenas tenía para armar unas cuantas parejas más. 

—Gracias —murmuré. 

Hubo incómodo silencio, hasta que volvió a hablar. 

—No me gusta que te pongas en riesgo —dijo. 

—No me he puesto en riesgo —repliqué. 

—Lo haces cada vez que dejas que esto te controle. —Señaló las latas vacías—. ¿Por qué? 

—Eres la persona menos indicada para reprocha me. —Me defendí—. Solo vas por el mundo arrojando tus flechas sin pensar en las consecuencias, la mayoría de las desgracias de los humanos se deben a tú negligencia. 

—Los humanos se han ganado sus propias desgracias, no puedes culpar a los dioses —alegó. 

Me aparté del marco de la puerta, donde había estado apoyada para no perder el equilibrio, y me acerqué con mis manos echas puños. 

—¡Es tu culpa! —grité—. ¿O acaso mi hermana y yo nos merecíamos amar al mismo hombre? ¿Qué hay de las personas en la cafetería? Los flechaste sin ninguna consideración. ¿Y Fran? Eso fue bajo incluso para ti. ¡¿Y qué me dices de mi mamá?! ¡Su vida se fue a la mierda por tu culpa! 

Es cierto que yo era una persona honesta y no me iba con rodeos, pero últimamente notaba que el alcohol me ponía violenta, lo que era un mal agregado. 

Eros me observó con una expresión que osciló entre la ofensa y la confusión. 

—Recuerdo lo que ocurrió contigo y Jane, lo que hice en la cafetería, y a tu amiga. Pero, ¿podrías decirme qué pasó con tu madre? —preguntó. 

—Claro, tu lista de víctimas debe ser demasiado grande como para recodar un solo nombre —escupí—. Mi madre, Amaya Sagarra, una fanática de la literatura romántica que se enamoró del peor idiota sobre la tierra. 

Él frunció el ceño, estaba intentando recordar, pero no lo conseguía. 

—Muchas parejas cumplen con esa descripción, ¿podrías ser más específica? —pidió. 

Su pregunta hizo que una bomba detonara en mi interior. 

—¡El malnacido que llegaba borracho todas las noches! ¡El que la golpeaba hasta que el alcohol lo hacía caer! —exclamé furiosa—. ¿Te acuerdas ahora o todavía demasiadas parejas cumplen con esa descripción? El que... El que... 

Un disparo se reprodujo dentro de mi cabeza, y las lágrimas comenzaron a caer por mis mejillas. Cubrí mi rostro para evitar que el dios de las desgracias me viera tan derrotada, pero no podía detener mis sollozos. 

Creí que iba a quedarse todo el día de pie, disfrutando de ver a otra de sus víctimas derrotadas, por lo que sentí un leve alivio cuando escuché sus pasos y por un momento creí que se marcharía, sin embargo solo estaba acortando la distancia entre nosotros. Sin decir una sola palabra, me rodeó con sus brazos. 

Aunque quería seguir gritando y maldiciendo en su contra, las escenas repitiéndose en mi cabeza me hicieron sentir débil. 

Una y otra vez vi a mi madre caer herida, con su rostro enrojecido por los golpes, y las lágrimas acumulándose en sus ojos, mientras mi padre apuntaba en su dirección, sin miramientos. Luego, estaba yo con el mismo rifle, temblando de rabia. Y al final, el fuerte eco de las balas al salir precipitadas, y la suerte de romper la pared. 



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En el texto hay: romance, cupido, mitologa

Editado: 27.08.2018

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