Eros intercambió un par de palabras con la recepcionista, y de inmediato fuimos dirigidos a una de las habitaciones. Creo que jamás me había sentido tan aliviada de encontrar una cama. Sin pensarlo dos veces, me dejé caer en el suave colchón, rebotando sobre él.
El Cupido griego entró detrás de mí, cargando la mochila que había dado por perdida minutos atrás.
—Puedes pasar la noche aquí —anunció—. Hablaré con Nicte, así que no tienes que preocuparte por nada.
—¿Quién es Nicte? —pregunté.
Me devolvió mirada compasiva.
—No importa, solo descansa. Mañana hablaremos.
Aproveché que los efectos de la borrachera se estaban pasando, y me incorporé.
—Espera —pedí.
Llegué a él con dificultad, y lo envolví entre mis brazos. Correspondió al gesto, abrazándome de vuelta y acariciando mi cabeza con suavidad.
—No vuelvas a ponerte en riesgo —dijo—. No quiero ni pensar lo que hubiese ocurrido si yo no...
Dejó la frase inconclusa y permitió que el silencio se encargara de terminarla. En ese momento, cálidas lágrimas cayeron por mis mejillas.
—Solo quería olvidar los disparos, pero es imposible —sollocé—. Siempre están ahí, incluso cuando pierdo la conciencia, me persiguen como una sombra. Es como querer cerrar los ojos para no ver a tu enemigo, pero nunca se va, permanece a la espera de que los vuelva a abrir. Y no soy capaz de enfrentarlo.
Eros buscó mi rostro, pero yo me apegué más, demasiado avergonzada como para mirarlo.
—¿Qué te sucedió? —preguntó con suavidad.
Y entonces, por primera vez en la vida le compartí con otra persona todos aquellos recuerdos que me hacían daño, día a día. No hay una razón lógica que explique por qué decidí ser totalmente honesta con un dios del amor, considerando todo lo que me había sucedido últimamente. Llegué a sentir culpa por abrir mis sentimientos con alguien que, tiempo atrás, culpé de no entender las emociones de los humanos, pero no importaba, porque en ese mismo momento necesitaba ser escuchada, que me sostuvieran antes de que la tristeza me hiciera caer. La verdad me estaba matando, y si no la dejaba salir, pronto mi corazón explotaría. Entonces no habría manera de repararme.
Me esforcé por no llorar, aunque a veces el nudo en mi garganta me hacía casi imposible hablar. Mi rostro se sentía cálido y mi cuerpo temblaba a medida que avanzaba en la historia. Al acabar mi relato una mezcla de sensaciones me invadió. Primero, culpa, por haber confesado mi secreto más profundo y que solo conocíamos quienes estuvimos ese día. Henry, su padre, el mío y mi mamá.
Pero a la vez, me sentí capaz de dormir, sin sufrir pesadillas.
Eros se guardó sus opiniones, aunque la verdad es que era difícil encontrar algo que decir frente a una confesión tan intensa. Sentí como contenía el aliento y sus brazos me estrechaban con más fuerza, como si intentara protegerme del pasado. Sin embargo no había nada que hacer, ni siquiera un dios podía borrar las heridas del corazón.
De todos modos, encontrar consuelo detuvo mis lágrimas, se convirtieron en simples sollozos. El dolor seguía ahí. Me había dejado caer, pero ahora podía levantarme de nuevo.
—Liz, tus sentimientos merecen ser libres —susurró Eros.
Iba a preguntar a qué se refería, cuando sus labios besaron mi frente, callándome.
Y de un momento a otro, el sueño me venció.
(...)
Desperté en una cama extraña, en una habitación desconocida. Habría pensado que se trataba de una película de terror, pero descubrí que la cama tenía más de dos plazas, y el cuarto era tan grande que mi departamento entero podía caer en él. No recordaba haber visto tanto lujo antes de un asesinato, aunque nunca se puede estar completamente segura.
Intenté incorporarme, pese al dolor en mi cuerpo, y me esforcé en recordar qué había hecho la noche anterior. Cuando escuché los suaves golpes en la puerta, solo se me ocurrieron dos alternativas. Mi hora había llegado, y un hombre con un enorme cuchillo estaba a punto de entrar, o...
—Servicio a la habitación —dijo una suave voz femenina.
... Nada tenía sentido.
—A-adelante —respondí débilmente.
Una mujer luciendo un impecable uniforme de mucama entró con un completo desayuno en sus manos. Me entregó la bandeja, y me detuve a analizar todo lo que contenía. Jugo de naranja, fruta, un trozo de kuchen, leche, una tasa para servirme café, cereales, tostadas, mantequilla, jamón y queso. Nunca había comido tanto en la mañana, usualmente tenía que limitarme a tragar un pan con lo primero que encontrara en el refrigerador.
—¿Se le ofrece algo más? —preguntó la desconocida.