Eros invitó el almuerzo en el mismo hotel y luego me dejó en mi departamento, como todo un caballero. Casi olvidé lo insoportable que podía ser a veces, la clave estaba en el “casi”.
Jane no me dirigió palabra alguna al llegar, se había enojado y me lo estaba haciendo saber. Por fortuna, Fran me ayudó a mantener mi coartada, diciéndole que estaba en su casa, ya que me habría sido muy difícil explicar que acabé en un hotel de cinco estrellas, administrado por una diosa griega, gracias a la amabilidad de otra deidad.
Para mantener sólida su mentira, mi amiga le explicó a mi hermana por teléfono que yo no quería hablar con ella, y desconocía los motivos, con el fin de justificar el por qué no atendía el llamado. Era una buena excusa, que también había ayudado a empeorar su ánimo.
Sabía que debía decirle la verdad, era el momento perfecto, pero cuando su molesta mirada se encontró con la mía, me acobardé.
—¿Y bien? —Insistió, al ver que no decía nada.
—Yo... Olvidé algo en casa de Fran, tendré que volver.
Jane puso los ojos en blanco.
—Haz lo que quieras —espetó.
Ya que mi aventura nocturna me había dejado sin batería, no pude anunciar mi llegada. Me limité a arreglar mi maquillaje, y peinar mi cabello, antes de tomar el bus usando el poco dinero que me quedaba.
La casa de Fran quedaba a una hora de viaje a pie, y unos cuantos minutos usando la locomoción colectiva.
La jefa de hogar me recibió con una sonrisa, y me dejó pasar. Su hija me esperaba en su habitación.
—Sabía que vendrías —dijo, tan pronto me vio entrar.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque anoche tuve que mentirle a tu hermana diciendo que estabas aquí y cuando te llamé, tu teléfono estaba descargado. Dime que no estas metida en otro problema con dioses griegos, por favor —suplicó.
—Creí que te gustaba la idea —señalé.
—Me gusta la idea de tener las flechas de Eros de nuestro lado y que la sangre divina corra por mis venas —repuso—. No me gusta que mi mejor amiga ande por ahí ofreciendo su alma al diablo.
Me pregunté si era capaz de notar la contradicción que había en sus palabras.
—Fue un trato con un dios, no con el diablo —corregí.
—En este momento no veo la diferencia —replicó—. Además, dicen que hay uno de ellos ahí abajo, en el Inframundo.
No, definitivamente no era capaz de ver la diferencia.
Decidí que lo mejor era ser directa con ella. Hasta el momento, me había demostrado que podía confiar en ella, y su actitud frente a los últimos acontecimientos resultó ser mucho mejor que la mía. Confiaba en que reaccionaría bien frente mi secreto.
—Ayer vino mi padre de visita —expliqué.
—¿Y qué quería? —preguntó tajante.
Inspiré profundamente y comencé mi relato. Le dije todo, desde mi abrupta huida de casa, y mi insólita mañana en un hotel, hasta la noche en que había amenazado a mi papá con su rifle, y cómo le habíamos ocultado toda la verdad a Jane.
Contuve mis lágrimas en los momentos más dolorosos, y hablé rápidamente, como si quisiera deshacerme de la verdad, escupiendo mis palabras.
Al terminar mi explicación, el rostro de Fran se había congelado, tenía la boca abierta y en sus pupilas se delataba estado de ánimo. Estaba atónita, sorprendida, sin palabras.
—¡Ese...! ¡Ese...! —Buscó el calificativo adecuado—. ¡Es un puerco malnacido! Perdóname, sé que es tu padre, pero... ¿Dejaste la denuncia? Tienen que encerrarlo, antes que de verdad mate a alguien.
Se puso de pie y caminó por su cuarto como león enjaulado, pateó con fuerza una su escritorio, botando unos cuantos lápices que se encontraban encima. Mis ojos estaban a punto de estallar en lágrimas, pero ella tenía demasiada rabia como para consolarme.
Por primera vez entendí porqué había sido tan comprensiva cuando le revelé que había hecho un trato con un dios griego, las reacciones de Fran no siempre eran las más lógicas, pero eran acertadas de un modo particular.
—Debería atravesarlo con una flecha en cuanto aprenda a disparar —amenazó.
—¡Francisca! —chillé—. Acabo de decirte que por poco le meto una bala a mi padre, y tú...
Ni siquiera pude terminar la oración, mi voz se quebró antes.
—Oh, Lizzie. Lo siento —respondió arrepentida.
Me dio un fuerte abrazo y yo detuve mis lágrimas.
—¿No me culpas por lo que hice? —pregunté.
—Solo déjame decirte que la próxima vez que tu padre aparezca en tu puerta, debes llamarme, y no ir a meterte en el primer bar que encuentres. Es peligroso, Liz. Imagínate que Eros no hubiese estado pendiente. ¡¿Quién sabe lo que pudo haberte sucedido?!