En algún momento de la noche, perdí de vista a Eros. Primero, estábamos hablando casualmente junto a la barra, y luego, él desapareció.
Salí detrás de él, en un idiota impulso. En realidad no había nada que quisiera decirle, pero mi relación con él se basaba en la absurda contradicción de quererlo cerca, y a la vez lejos.
Lo busqué por todo el gimnasio, pero el gran número de personas bailando en la oscuridad no ayudaba.
Frustrada, abandoné la improvisada discoteque, y caminé al campus, donde pateé el pasto con mis sandalias.
¿Era lógico pasar semanas extrañando a alguien, y al verlo, solo sentir deseos de golpearlo? Quizás no, pero así era exactamente como me sentía.
—Estúpido, estúpido, estúpido Eros —reclamé.
Y entonces, apareció frente a mí, usando esa túnica griega que remarcaba sus músculos, y me hacía perder el sentido.
—Oh, cierto. Olvidé que tú solo apareces cuando te ofenden —escupí.
—No es verdad, también vengo cuando me necesitas —dijo.
—Entonces vete, no te necesito —espeté.
—Pero me ofendiste.
Ninguno de los dos se rió. Me acerqué a él con los puños levantados e intenté golpearlo, pero él sostuvo mis muñecas en el aire, impidiendo que lo tocara.
Había tomado un vaso de cerveza en la barra, y era suficiente para volverme un poco las violenta y errática.
—Entiendo, te desapareces dos semana, sin dar explicaciones, y luego regresas, porque repentinamente recuerdas que todavía tienes a una humana atada a un absurdo pacto contigo —acusé.
—No, Liz. Tuve cosas que hacer, asuntos de dioses —explicó.
—Oh, bueno —espeté, cruzándome de brazos.
Una mortal como yo jamás entendería de trámites divinos.
De pronto, Eros me abrazó, ahogando todas mis quejas.
—También te extrañé —murmuró.
Guardé silencio, sorprendida por el repentino gesto, y cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, me zafé violentamente.
—Yo no te extrañé —repuse—. Solo no me gusta que me dejes sola, por tu culpa lo estoy pasando bastante mal.
—Me di cuenta, hoy te veías bastante desdichada cuando ganaste el primer lugar —señaló.
—Gané el primer lugar porque el vestido es increíble, no porque mi vida sea feliz —espeté.
Los ojos de Eros descendieron por la delicada tela que me cubría, su mirada era tan potente que por un momento me sentí desnuda frente a él, y retrocedí. Eso pareció hacerlo razonar.
—Tienes razón. Hace siglos que no veía a una mujer que luciera tan bien con un himatión.
—¿Un qué? —inquirí.
—La túnica que llevas puesta.
Una parte de mí, que podíamos llamar Ego, se encendió al escucharlo admitir que me quedaba bien.
—Por supuesto, fue un regalo de Artemisa —dije con orgullo.
Esta vez mi confesión no tuvo el efecto deseado, sus ojos se abrieron con preocupación, y dio un paso hacia adelante, tomándome por los hombros. Nunca lo había visto tan serio.
—¿Hablaste con Artemisa? —preguntó.
—Yo, sí. Apolo la invocó, necesitaba un vestido griego y tú no estabas... —respondí dubitativa.
—¿Por qué...? —Dudó—¿Qué te dijo? ¿Te lastimó?
Nunca lo había visto tan nervioso. Usualmente solía mostrarse tranquilo, y negligente al extremo, pero esta vez realmente parecía preocupado. Ni siquiera cuando Apolo me visitó lo vi tan alterado, quizás un poco aprensivo, pero dentro de su típica actitud juguetona. Esto estaba fuera de su rango.
—No, solo me examinó un poco, y luego decidió ayudarnos —expliqué.
—¿Quién más estaba?
—Apolo, Fran, y yo.
Lentamente su postura se fue relajando, pero su mirada continuó siendo fiera.
—Elizabeth, no te acerques a ella, no es buena —dijo.
Me sorprendió escucharlo usar mi nombre, la última vez, había sido para cerrar un trato, y temí que estuviese sellando un acuerdo sin darme cuenta, por lo que me separé de él.
—A mí no me pareció mala —comenté—. Fue un poco ruda, solamente.
No iba a decirle que me había echado en cara mi virginidad, y solo por eso había decidido ser medianamente amable. Sin considerar que, Apolo le recordó que yo le había entregado una flecha.
No obstante, Eros todavía se encontraba intranquilo.
—Generalmente cuando hago un trato con un humano, no lo persigo día y noche preocupándome por su seguridad ni me aseguro de que tenga suficientes flechas, y que todo ande bien en su vida —expresó Eros—. No soy una niñera, soy un dios, y me volvería loco persiguiendo a todos los que desean tener mis poderes a su disposición.