Era curioso que uno de los deseos más oscuros de la humanidad sea obtener la vida eterna, a mí me la acababan de ofrecer en bandeja, y estaba aquí, en la acera a unas cuadras de mi edificio, emborrachándome. Había comprado la cerveza en una botilleria cercana, y ni siquiera fui capaz de llegar a mi casa para abrirlas.
Era tan patética.
Me resultaba tan estúpido que una persona tan inútil como yo estuviera reviviendo una vieja discordia entre dioses.
Di un largo sorbo a mi cerveza y cerré los ojos para no tener que ver la luna sobre mi cabeza. Era tan tarde y no tenía deseos de volver a mi casa, necesitaba de la fría brisa golpeando mis mejillas, para sentirme un poco más viva.
En el fondo, tenía ganas de ir y decirle a Eros: Hey, podemos intentarlo. Pero tenía miedo de lo que sucedería después, cuando la verdadera Psique regresara a este mundo. ¿Entonces qué? ¿Me haría a un lado sin pensar en mis sentimientos? Mi corazón acabaría roto, quizás, para toda la eternidad. No podría soportarlo.
Aunque él creía que yo era la reencarnación de su esposa, estaba segura que no era así. Es decir, una diosa no volvería a nacer como una chica patética, buscaría algo mejor para su segunda vida. Y por cierto, tendría un mejor ojo para armar parejas, considerando que regía sobre las almas gemelas. Yo lo único que era capaz de unir era un pan y una rebanada de queso. Iban de maravilla juntos.
Sin mencionar que Artemisa me acechaba, no iba a dejarme ir tan fácilmente mientras Eros albergara esa confusión en su corazón. Seguro no se deshacía de mí porque no tenía garantía de que fuera Psique y tampoco había hecho un intento por ocupar su lugar en la mitología. De lo contrario, mi débil humanidad no sería rival para ella. Su venganza debía ser completa y absoluta.
Aunque también existía una alta probabilidad de que estuviera volviéndome loca, o que el alcohol me estuviera causando delirios. No, en realidad necesitaba algo más fuerte para conseguir alusinaciones, pero no quería añadir otro vicio a la lista.
Me puse de pie y arrojé con fuerza la botella contra una pandereta, y el cristal se quebró en cientos de pequeños pedazos que se esparcieron por el asfalto, dejando una insignificante mancha en la pared de cemento.
Contuve un grito, sujetando mi cabeza entre mis manos y volví a dejarme caer, escondiendo el rostro entre mis manos.
No sé cuántos minutos pasé en la misma posición, hasta que el sonido de un patrulla me obligó a mirar.
La visita menos esperada: el padre —adoptivo— de Fran.
—Uno de los vecinos llamó diciendo que había una delincuente afuera de su casa —explicó.
—No soy una delincuente —espeté de vuelta.
—Lo sé, Lizzie. ¿Por qué no te subes y te llevo en la patrulla? Puedes pasar la noche en mi casa si lo necesitas.
Negué con la cabeza, lo que menos quería era fastidiar a una familia entera con mis arrebatos infantiles y mi carente autocontrol.
—¿Le molestaría llevarme a mi departamento? —pregunté.
El policía frente a mí asintió comprensivamente.
¿Por qué en el mundo habían personas tan buenas y otras que daban asco? Esta persona ni siquiera era el padre biológico de Fran, y la había criado como a una verdadera hija, pero su bondad no se quedaba ahí, sino que también se preocupaba de sus amigas, del resto de la gente que requería ayuda.
Mientras que mi padre era una persona horrible.
Subí a la patrulla y me puse el cinturón, la autoridad presente confiscó mis botellas, y no me quejé. Sabía que lo hacía por mi bien, pero no podía evitar pensar que ahí iban mis últimos ahorros.
—Eres muy joven para perder tu vida en el alcohol —comentó mientras conducía—, conozco instituciones interesadas en ayudar a adolescentes vulnerables, podría darte el contacto, si quieres. Lo más importante es que reconozcas el problema y te esfuerces en superarlo.
—Yo sí reconozco el problema —argumenté.
Me estaba convirtiendo en lo que más odiaba.
—En ese caso ya tienes la mitad del camino recorrido —respondió—, a la mayoría le cuesta aceptar el alcoholismo, y mientras no lo hagan es muy difícil comenzar el tratamiento. Tú ya eres capaz de enfrentarlo si te lo propones.
Guardé silencio.
Era cierto que no estaba haciendo ningún esfuerzo por sanar, pero tampoco tenía deseos de hacerlo. Mi vida estaba a la deriva, y me conformaba con eso, no quería cambiarlo. Me sentía cómoda dejando que todo se fuera al carajo.
Nos detuvimos frente a mí edificio y me bajé en silencio.
—Lizzie, piensa en lo que te he dicho, tienes gente que te quiere, Fran te adora, y eres muy joven para perderte en una droga. Es muy triste para un policía detener siempre a los mismos muchachos, que son incapaces de dominar su adicción, los mismos rostros con un futuro lleno de posibilidades. No quiero que llegue el día en que tenga que detenerte —dijo el papá de Fran, a modo de despedida.