Jugué con el apetitoso fruto que se deslizaba entre mis dedos. Realmente no tenía hambre, pero su brillo era llamativo, y yo era buena para caer en las tentaciones.
Me preguntaba a qué estaba jugando Persefone, pero sabía que la manzana no había traído buenas consecuencias a Eva, si me comparaba con ella.
Tenía la sensación de que si la mordía acabaría muerte, ya que ese era el único modo de entrar en los Campos Eliseos, según la señora del Inframundo.
¿Y para qué quería entrar ahí? De todos modos no sabría cómo encontrar la divinidad de Psique. Y aún siendo ese el caso, no me servía de nada.
Estaba en etapa de negación.
La parte de mí vida que no era un asco.
Era una tarea un poco difícil, especialmente en el estado en que me encontraba, pero por algún motivo tomé el desafío. Estuve mucho tiempo meditando en medio de la oscuridad, y cada vez que un pensamiento alegre cruzaba mi cabeza era inmediatamente opacado por otro.
Me quedé dormida varias veces, y despertaba con la misma interrogante. Hasta que decidí que la mejor manera de resolver el acertijo era haciendo a un lado las cosas que dolían, al menos por un momento, el suficiente para poder concentrarme realmente en el recuerdo feliz, y no en su parte triste.
Curiosamente, lo primero que ocupó mi cabeza fue la fotografía con la cual mi madre había tapado el horrible agujero que había quedado cuando le disparé a mi padre. Negué con la cabeza, deshaciéndome de la parte desgraciada. Solo era una fotografía, una imagen donde estábamos mi madre, Jane y yo, sonriendo a la cámara, el día en que me fui de casa para iniciar mi vida universitaria.
Ese había sido un paso inmenso en mi vida, realmente se sintió como saltar un enorme muro que me bloqueaba el camino. Hasta que descubrí que mi anualidad estaba impaga.
Volví a remover mis pensamientos, nada de ideas fatalistas.
Mi padre había accedido a pagar mis estudios, él tenía un buen sueldo, gracias a su cargo en la administración de una compañía. Ese día, todo resplandecía.
Así llegó la mañana en que conocí a Fran. Ella llegó tarde y escogió el asiento que quedaba disponible a mi lado, en la última fila del salón. Al principio ninguna se dirigió la palabra, pero al día siguiente escogimos los mismos puestos, como por costumbre y ese día sí nos saludamos. No dejamos de hablar en toda la clase.
Inmediatamente, los rostros de todos mis amigos buscaron su lugar en mis memorias. Nicolas, el niño que hablaba con todos en el salón, Agustín quien se vio obligado a hacer un trabajo de investigación con nosotros, la siempre correcta Ann que fue elegida representante de nuestra clase, y Sandra, cuya taquilla se encontraba junto a la mía.
Más allá estaba Henry, mi fiel amigo, el niño que acepté para rechazar al otro día, el primero que me brindó su apoyo en el momento más difícil, que guardó el secreto, que llegó junto a su padre esa misma noche y nos abrió las puertas de su casa. Seguramente su amabilidad en parte se debía al intenso amor que me profesaba, pero a la vez, sabía que él era de esas personas que me ayudarían a esconder un cadáver si fuese necesario.
Llegué a Victor, el idiota que me enamoró con su buen humor, y su torpeza. A quien no valía dedicarle más que una corta mención. Aunque, en realidad, agradecía todo lo que hacía por mi hermana.
Cerré los ojos, saltándome a la persona que venía al continuación.
Inevitablemente mi mente pasó por los nogales del campo, las estrechas calles de un población que conocía muy bien, la multitud reunida en torno a un concurso de supermercado, mi vestido de mujer griega, el arco y las flechas especialmente diseñados para mí.
Recordé las clases con Agnes, una chica insegura de enfrentar el mundo, pero capaz de disparar con una certeza aterradora, y enseñar con una paciencia dorada.
Hilé más fino en mis pensamientos y me pregunté cómo se tomaría la noticia de mi muerte el siempre frío e indiferente Adrian. La persona que más me había ayudado con todo este asunto de los dioses, pues aunque él dijera que era una forma de pagar mi ayuda, en el fondo sabía que no era solo eso. Habíamos formado una amistad, al punto que fue capaz de confiar sus secretos en mí. Yo le debía mucho, y jamás sería capaz de compensarlo si moría.
Suspiré, mientras un fantasma todavía rondaba mis pensamientos.
La imagen de una gata blanca llegó a mi cabeza, la encontré en la carretera mientras iba a tomar el bus de regreso a la ciudad. La habían atropellado, tenía tanta sangre encima que creí que moriría, pero en cuanto me acerqué hizo un esfuerzo por mover sus delicadas patas, como si me estuviera suplicando que lo rescatara.
Lo recogí y corrí de regreso a mi casa, tiñendo mi ropa de rojo. En ese momento ni siquiera me importaba que la tela se arruinara, solo quería salvarla.