La luz de la habitación golpeó mis ojos, después de tanto tiempo encerrada en la oscuridad, había olvidado cómo lucían las paredes pintadas de blanco. O en realidad, cualquier otro color.
Un fuerte grito golpeó mis oídos, y vi una silueta correr a toda velocidad por mi lado.
—¡Doctor! ¡Enfermera! ¡Alguien que venga!
De pronto, una chica de rubios cabellos estuvo frente a mí.
—¡Lizzie! ¿Estás ahí? ¿Puedes escucharme?
Quise responder, pero no fui capaz de encontrar mi propia voz. Un débil sonido fue todo lo que logré emitir.
La visión de la joven fue reemplazada por la de un montón de desconocidos. No era capaz de entender lo que decían, las voces me sonaban como ecos, y ni siquiera fui capaz de mantener la conciencia mucho tiempo. Volví a caer en la oscuridad más pronto de lo que habría deseado.
Los días que siguieron me debatí entre la conciencia y la inconsciencia. Vi muchos rostros venir a visitarme, aunque me costaba trabajo reconocerlos, todos me producían sensaciones diferentes. No podía hablar, ni comunicarme con nadie, la mayoría de las veces ni siquiera entendía lo que los otros trataban de decirme. Tampoco era capaz de moverme, o más bien mis movimientos eran lentos y retardados, pese a que podía percibir todo mi cuerpo.
Lo peor era la estúpida mascarilla que me ayudaba a respirar, la cual me impedía hablar con la gente.
Lentamente, mi cerebro logró poner nombre a las diferentes caras que se paseaban por la habitación. La chica rubia del primer día era Jane, mi hermana, y cada vez que venía a verme, una ansiedad me recorría de pies a cabeza, aunque no entendía por qué. También había una mujer que lloraba mucho, la cual al cabo de unos días la reconocí. Era mi madre, y su presencia me traía tristeza.
La siguiente fue Fran, era una visita agradable, ya que verla solía traerme felicidad. Ella hablaba un montón, era de las pocas personas que no se quedaba al lado de mi cama mirándome con lástima, sino que se paseaba de un lado a otro, diciendo quién sabe qué cosas. A veces me miraba buscando algún gesto de reconocimiento, ahí era cuando yo movía mis dedos en una débil señal de respuesta, ella sonreía, y continuaba hablando.
Otra visita agradable era la de una chica de castaños cabellos, aunque me tardé un poco en recordar su nombre, finalmente escuché a alguien llamarla Agnes, refrescando mi memoria. Ella solía llegar con un montón de imágenes que acercaba a mi rostro, mientras hablaba sin parar. Finalmente comprendí que eran libros de cuentos infantiles que me narraba y explicaba. Encontré placer en las historias cuando empecé a entenderlas, por un momento podía salir de esta horrible habitación de hospital, de la cárcel de mi mente, y viajar a otros lugares.
Cuando Sandra y Ann venían, solían usar una táctica similar, poniendo la televisión, y esperaban ver mi reacción. Mover mano derecha para sí, y mano izquierda para no.
La dupla estrella de la clase solía traer un tablero de fútbol para explicarme sus últimas jugadas, y me habría gustado poder decirles que apenas podía entender sus palabras. Mi cerebro no estaba en condiciones de comprender una estrategia.
Henry también se daba vueltas por el hospital, generalmente traía puesto su uniforme de chico de las pizzas. Lo que me gustaba de sus visitas es que me hablaba de muchas cosas, de mi niñez, mi vida escolar, me contaba anécdotas divertidas y otras vergonzosas. En sus palabras volvía a conocerme, a recordar quién era, y me aliviaba. Había otra persona que solía hablar de de las experiencias que él omitía, su nombre era Victor, y era como la segunda parte del libro que relataba Henry. Me contaba de mi vida universitaria, lo que hice en fiestas pasadas, las veces que llegaba tarde, mi manía de quedarme dormida después de una evaluación, mi lucha con los estudios, entre otros detalles, pero por algún motivo, su presencia también me hacía sentir mucha tristeza, así que solía escucharlo en silencio, sin hacer ningún movimiento más que con mis ojos.
Adrian era la visita más inusual que recibía, podía ver su expresión nerviosa aún con mi parálisis. Él tampoco parecía saber qué hacer, por lo que guardaba silencio durante largas horas. En realidad, no me importaba, por algún motivo entre nosotros eso era suficiente. Sabía que no era una persona de muchas palabras, e intuía que la mayor parte de las veces era yo quien llenaba aquellos espacios. Siempre se despedía usando la misma frase: «Recupérate pronto», aunque con el tiempo agregó otras a su repertorio. «Hoy te ves un poco mejor», «Terminé una espada asombrosa ayer», «¿Entiendes lo que te digo?». A veces negaba ante esa última pregunta, y otras, asentía, usando mis pupilas. Veía la satisfacción atravesar su frío rostro cuando la respuesta era afirmativa.
Y finalmente, la visita que más me intrigaba era la que llegaba cuando la noche caía, su horario me parecía llamativo, pues suponía que a esas horas ya no se recibían visitas, no entendía como burlaba la seguridad del hospital, aunque algo en mi interior sugería que no debía sorprenderme. Mi inconsciente solía hablarme de todos mis visitantes, en su caso, me decía que debía odiarlo o al menos enojarme, pero por algún motivo no podía. Su presencia me traía alivio, paz, y la grata sensación de que todo iba a estar bien.