Me costó dar crédito a lo que mis ojos veían.
—¿Un parque de diversiones? ¿En serio? —pregunté.
—Uno de los mejores lugares para los enamorados —suspiró Eros, como si estuviéramos frente a las puertas del paraíso—. Parejas por todos lados, y unos cuantos clichés.
—Y la mejor compañía —agregué con sarcasmo—. Henry, no creí que tú caerías en algo así.
Durante el viaje me había enterado que ambos se conocieron durante el periodo en que Eros trabajó en la pizzería como reemplazante.
—Perdí una apuesta —respondió mi amigo de toda la vida, apagando el motor.
—¿Qué clase de apuesta? —inquirí.
—Bueno, habían dos chicos en el trabajo que siempre peleaban, al punto que se estaba volviendo insoportable, le dije a Eros que no entendía cómo podían odiarse tanto dos personas y él supuso que solo era tensión sexual. No lo creí posible, y me propuso una apuesta, si perdía debía acompañarlo a este parque de diversiones. A los dos días los encontré besándose detrás de los hornos —explicó.
—Hiciste trampa —acusé.
—Ni que tuviera un extraño poder para unir parejas. Era un típico cliché, Lizzie, se veía a leguas —se defendió.
Elevé mi mirada al cielo y me bajé del coche, sin darle la oportunidad de abrirme la puerta.
Dejamos el estacionamiento y pagamos nuestras entradas, para internarnos en el mundo de los juegos y el algodón de azúcar.
—Por cierto, creo que no nos habíamos presentado formalmente. Soy Henry Banzo —dijo mi amigo, acercándose amablemente a Fran. Las mejillas de mi amiga se encendieron cual caldera a punto de explotar.
—Fran —titubeó—. En realidad, me llamó Francisca, pero me dicen Fran, porque sino queda muy largo.
Una sonrisa nerviosa afloró en sus labios.
—De acuerdo —respondió el chico con tranquilidad.
La hija de Apolo buscó apoyo en mi mirada, y yo le hice un gesto motivándola a continuar la conversación.
—Y... ¿Te gusta la pizza? —preguntó.
Tuve que contenerme para no golpear mi frente. Siendo ella tan locuaz, ¿cómo podía quedarse sin tema frente a un chico?
—Sí, pero pierde el encanto cuando la preparas todos los días —contestó Henry.
Al quedarse sin respuesta, volvió a pedirme ayuda con los ojos. La insté a seguir, pero ella se encogió de hombros, argumentando que no sabía qué más decir, así que moví mis brazos indicándole que continuara hablando.
Mi gesto no pasó desapercibido.
—¿Pasa algo, Lizzie? —preguntó Henry.
—Yo... —Mi mente buscó una salida—. Eros, ¿no te gustaría probar un tiro al blanco?
—¿Me estas desafiando? —preguntó el dios.
—Eh... ¿Sí?
Así fue como acabé sosteniendo un rifle lleno de dardos negros, frente a un círculo de líneas rojas y blancas.
Solo uno de mis tiros dio en el blanco, mientras que los cinco intentos de Eros dieron justo en el centro.
—Mira eso, perdiste —comentó Eros—. Ahora tendrás que subirte a la montaña rusa conmigo.
Mi estómago se encogió presa del pánico.
Este dios era un amor.
—¿No prefieres otro juego? —pregunté—. Los enamorados prefieren las ruedas de la fortuna.
—Sí, bueno, a mí me gusta más la montaña rusa. Además, disparar a esa velocidad es adrenalínico.
Suspiré frustrada.
—Por tu culpa el mundo está como está —acusé—. Vamos. Prefiero acabar abrazada a un bote de basura que deberte una penitencia.
En ese momento llegaron a mis oídos los desesperados gritos de la gente que había optado por aquella particular atracción, como si fuera una advertencia de mi inminente muerte.
Pese a todo me subí al terrorífico juego.
—En el primer asiento tendremos mejor vista —sugirió Eros.
—Ni en broma —espeté, sentándome en la tercera fila.
Hice mis oraciones y la máquina se echó a andar. Temblé en anticipación, y ya, cuando el vagón se echó a andar con todas sus ganas, grité con tanta fuerza que me pregunté si se podía dejar sordo a un dios. El viento me azotó con violencia, y fui incapaz de mantener mis párpados abiertos todo el camino.
Cuando el horrible recorrido terminó, me aferré al brazo de Eros para poder caminar. El mareo era insoportable. Por su parte, él se bajó de muy buen humor, y es que lo había visto disparar mientras los vagones corrían por los rieles. Definitivamente quería ver el mundo arder.
—Subamos a otro —pidió el desgraciado. Su vista apuntó a una de las atracciones más terroríficas, esa que hacía subir a los pasajeros para luego hacerlos descender brutalmente en línea recta.